‘Abuelidad’, un valor en alza

Por Fernando Sánchez Resa.

Todos sabemos que el diccionario de la Real Academia Española (RAE) se adapta (o debería hacerlo) al uso de la lengua y va incluyendo paulatinamente nuevos términos para que refleje lo más fiel posible el uso correcto de nuestro idioma. Pero, ¿por qué aún no aparece la palabra abuelidad, si el padre tiene reconocida su paternidad y la madre su maternidad? ¿Hasta cuándo tendremos que esperar para que esta palabra figure en él y confirme el significado que tiene: “Cualidad de ser abuelo o abuela”? La abuelidad es una condición biológica, pero a la vez muy emotiva, por la que puede pasar una persona que previamente ha tenido hijos y que ahora éstos tienen descendencia.

En otros países e idiomas tienen un vocablo específico para ello. En inglés se denomina grandmotherhood o grandfatherhood, siendo el genérico de ambos grandparenthood. También, en Francia, utilizan grandparentalité. Hasta en Wikipedia viene reflejada, al ser utilizada corrientemente por los hispanoparlantes. Ya, la doctora argentina, Paulina Redler, comenzó a utilizar este término en Argentina en 1977, que fue refrendado por la Academia Argentina de las Letras en 1981.

Como decía mi padre, que era muy creyente, «¡Qué bien ha hecho Dios el mundo y las diferentes etapas de la vida!». Y cuando más años cumplía, más quedaba admirado de lo bien encadenada que estaba toda la existencia humana, puesto que, aunque en la senectud fallen las fuerzas físicas o mentales, también afloran otras éticas o sentimentales, transformándose los anhelos que hacen ver la condición humana de manera diferente y prepararse para estar prestos, sin equipaje, hacia el incógnito viaje del más allá.

Viene esto a colación con el tema de los abuelos, las ayudas de todo tipo que proporcionan y, especialmente, en la crianza y educación de los nietos, todo ello entrelazado con ese amor puro y desinteresado que se palpa y refleja vivamente en ambas partes por igual (abuelos y nietos).

En una sociedad como la nuestra (“de usar y tirar”), en donde el poder fáctico o real de los abuelos ha disminuido sensiblemente o se ha esfumado; no como en otras culturas, donde veían (o ven) en ellos un pozo de sabiduría condensada, siendo poseedores de un cúmulo de experiencias vividas irrepetibles. Ahora, hasta puede resultar patético cumplir años y ser demasiado longevo, ya que al anciano (hasta la palabra la hemos imbuido de connotaciones negativas) se le tiene en poca o nula consideración, mientras que el valor de la juventud se ha elevado a la enésima potencia, siempre con intereses espurios y comerciales. Mas, si la vejez, que anda bastante denostada, va acompañada de la abuelidad, puede constituirse un tándem más llevadero, tanto para el abuelo como para los nietos que mima, adora y enseña.

Por eso, necesitamos que nuestra sociedad reconozca la labor que hacemos, con su vocablo correspondiente (abuelidad), que no es ni más ni menos que la que han ejercido siempre nuestros abuelos antepasados: la de ayudar a las generaciones posteriores con el consejo, el dinero y la acción, para que la vida de la intrépida madre y el ajetreado padre, con sus múltiples ocupaciones diarias, sea más eficaz y fructífera en la crianza y cuidado del hijo.

Sabemos del valor en alza de los abuelos, que tanto quieren a sus nietos y que, aunque no se cotice en bolsa, está presente en el mundo de los sentimientos, las emociones y en la ética del comportamiento familiar, siendo un rédito permanente de cariño y refugio para ambos (nieto y abuelo); especialmente, en la primera y segunda infancia del nieto, pues fluye entre ellos una corriente de empatía, amor y connivencia difícil de igualar. ¡Y que se repite en todas las culturas, civilizaciones y en todos los tiempos, aunque con distinta intensidad!

El nieto, en esa bonita edad de aprendizaje y desarrollo, sabe que —como su abuelo— nadie lo va a entender, defender y querer, pues se produce ese hermanamiento en sus respectivas edades antagónicas, pero complementarias, cuya comprensión es muy superior a otra fase de la vida, viéndola con una perspectiva de mayor profundidad, diferente sentido y mayor sosiego y parsimonia, sin las prisas del agitado rol del padre o de la madre, por educar y ver crecer al hijo rápidamente. El abuelo prefiere la lentitud insonora del tiempo cadencioso, para ir disfrutando de cada momento vital del nieto que, paradójicamente, tiene su misma filosofía innata, pues ambos quieren aprovechar estas provechosas y graciosas etapas del alucinante viaje de aprehensión y comprensión del mundo que rodea al nieto, rememorando (el propio abuelo) el camino recorrido cuando era niño y fue testigo directo de la paternidad de sus hijos.

Aquellas imágenes mentales, al ir caminando de la mano de mi abuelo materno al campo o montado en su borrica, se me van mezclando o sobreponiendo con lo que yo ahora hago con mi nieto, cuando camino pausadamente por las calles de Sevilla, refugiándome en plazas, barreduelas, parques y alamedas para que Abel sepa conocer, comprender y disfrutar del mundo que le ha tocado en suerte vivir, siempre tratando de seguir la pedagogía de Johann Friedrich Herbart: “La educación nos lleva a la moral y a la virtud, que propicia la paz del alma”.

Cuando en nuestra sociedad, ser viejo, acumular años y experiencia parece (o es) obsoleto, es muy fácil tirar por la borda toda la experiencia y sabiduría acumulada por las generaciones de los más mayores, todo lo contrario de lo que hacían las más antiguas y sabias civilizaciones; aunque parece que la abuelidad va cobrando brío y como si se tratase de un valor en bolsa (“la bolsa de la vida”, la más importante) está en alza. ¡Me alegro por los abuelos, por los nietos, por los padres y por toda la sociedad…, pues todos salimos ganando!

Sevilla, 12 de agosto de 2018.

fernandosanchezresa@hotmail.com

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