Por Mariano Valcárcel González.
Resuenan mis pasos en los pasillos, en los claustros, en la iglesia. Resuenan en los mármoles, en el terrazo, en las cerámicas mudéjares, en el cemento, en la tierra… Resuenan con ecos opacos, tristes, a veces misteriosos, otras veces en horribles chasquidos, semejantes a disparos, a explosiones. Resuenan y los siento; otras veces, los ignoro y muchas de ellas me asustan, alterándome.
Reconozco mis pasos por encima de los que hubo antaño y los que a veces hay hogaño. En realidad, mis pasos son los dueños de los sonidos existentes.
Recorro el convento de arriba abajo, de cabo a rabo, reconociendo todas y cada una de sus habitaciones, celdas, esquinas, trasteros, estancias… Reconozco cada vela del altar de la iglesia o de sus capillas (y las que hay en la capilla privada de la Superiora), reconozco molduras, cuadros y adornos que el profuso barroco nos dejó; identifico autorías (buenas o falsas) de las pocas obras de arte que quedaron. Me paseo (y cuido) entre las plantas del jardín, los setos, los rosales, tan profusos y con los que elaborábamos un agua de rosas auténtica; limpio las fuentes y los canales del agua; en el pequeño huerto, que aún subsiste, me entretengo en cosechar algunas verduras de temporada y las necesarias para la cocina. Trabajo por trabajar, por matar el tiempo.
Tiempo me sobra. Todo el que tuve desde que entré en este convento, siendo prácticamente una niña, de novicia. De novicia de caridad, que había sido siempre norma que las aspirantes a monjas entrasen aportando una dote, tal que fuesen a casarse. Si se entraba bajo mi condición, era para encargarse de lo más trabajoso y ser en verdad criada de las demás monjas. Pero mis padres, pobres, respiraron aliviados al encerrarme aquí; al fin y al cabo, se quitaban una boca que alimentar, que ya había bastantes hermanos abriéndola.
Yo era despierta y hábil, tanto en las enseñanzas, que allá se me daban como en los trabajos que hacía y aprendía. Por eso, la Madre Superiora acabó adoptándome bajo su protección, lo cual conllevó que muchas de las hermanas me declarasen la guerra, unas abiertamente y otras mucho más solapadamente; pero, por esto, mucho más peligrosa. Como una de las normas fundamentales de todo convento es acatar y sufrir, en silencio, las afrentas recibidas, en nombre de la humildad y la paciencia; pero, en realidad, como fórmula de tener una comunidad más o menos amoldada y calmada (y dominada, claro). Seguir las reglas y normas impuestas no supuso para mí, nunca, ningún problema.
Profesé. Llegaron unos años terribles. Todo se trastocó. La Revolución entró en nuestro tranquilo y, en apariencia, seguro convento, provocándonos un pánico cerval, pues ya teníamos noticias de lo que había sucedido y sucedía en el exterior, que no auguraba nada bueno. La suerte, al menos para nosotras, estuvo de nuestra parte, que algunos dirigentes determinaron (a pesar de la presión en contra que ejercían los elementos más extremistas, entre ellos y en especial las mujeres) que se nos pasara como enfermeras al hospital de sangre, que se montó en la localidad, pero prohibiéndonos salir para otras poblaciones. Abandonamos el convento, pues.
Los acontecimientos hicieron que algunas de las monjas más viejas no pudiesen sufrir los cambios y falleciesen. Tan pegadas y fundidas estaban al convento y sus rutinas. También pasó que más de una novicia viese el cielo abierto de la libertad a mano, y que conociese, de golpe, lo que significaba un hombre; así que, algunas abandonaron la orden y otras siguieron a sus novios, soldados que habían pasado por el hospital, formando parte ya del bando republicano.
En lo que podíamos, practicábamos nuestros rezos siguiendo los horarios tradicionales y se mantenía el grupo. La Madre Superiora iba deteriorándose conforme pasaban los meses y estimamos que apenas si sobreviviría al final de aquella locura. Ella, sabiéndolo, me estaba preparando para suplirla en el puesto, en cuanto hubiese fallecido.
Volvimos al convento, tras la paz, y nos lo encontramos bastante deteriorado. El dolor era demasiado intenso para poder aguantarlo y esa conmoción aceleró el estado de la Superiora. Aguantó por el deber de organizar la rehabilitación y la recuperación, si se podía, de las reliquias y tesoros que con el tiempo habíamos coleccionado. Los desperfectos en el edificio fueron reparándose poco a poco, pero las riquezas antiguas perdidas no volvieron.
Tampoco volvió la forma de vida anterior. Poco a poco, fue despoblándose la comunidad. No ingresaban nuevas aspirantes; y las que quedábamos, que ya éramos muy viejas, moríamos o envejecíamos sin remedio. Nuestra agua de rosas ya no se vendía como antaño y costaba trabajo colocar nuestra repostería tradicional. Me tocó asistir, ya como Madre Superiora, a una tremenda decadencia, inevitable. Vivíamos en unos tiempos que ya no existían.
Quedamos tres. Estamos avisadas por la orden de lo necesario, que es abandonar el convento. Aguantamos. Mis pasos resuenan por estos claustros sin que encuentren réplica; ni la campanita que indica las horas de rezo; los acalla. Yo ya no rezo. Estoy seca. Estoy a la espera del golpe final.
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