Por Mariano Valcárcel González.
El pueblo alguna vez estuvo en el mapa. En mapas antiguos y contemporáneos. En realidad sigue ahí, señalado en planos, mapas y rutas de ayuda a la conducción o rutas de viajeros.
Oficialmente el pueblo existía. Lo que es un consuelo. Y existía la memoria histórica suficiente como para ser recordado aún por unos cuantos. De ser recordado como había sido.
No es que fuese una villa como para concitar la admiración tan sonora que allegase visitantes un día sí y otro no, pero su aquél había tenido… Una historia antigua llena de conflictos fronterizos y rencillas entre reinos (de ahí sus murallas, sus iglesias y sus monasterios). Y su importancia comarcal.
Si me visitas ahora, encontrarás restos y señales de lo que un día fui. Notarás el trazado de sus calles, relativamente amplias, sus plazas, en especial la Plaza de la Villa, en donde radicaba el Ayuntamiento y su reloj. Encontrarás la enhiesta torre mudéjar de la iglesia de la Concepción, todavía en pie a pesar de lo sufrido, el barroco del Convento de los Mercedarios, muy visible en las arcadas de la nave central de cañón y en los decorados de la bóveda del presbiterio, podrás calcular la riqueza de sus habitantes por los palacios y casonas, por las balconadas, por sus arcos y puertas… Alrededor, un campo arrasado y feroz, que parece negarse a dar ni plantas silvestres decorativas y aromáticas, salvo zarzas y cardos. Polvo y ruinas. Abandono total, pues ni perros discurren entre sus muros lacerados y los restos de sus edificios.
Por las noches, es el viento el que se atreve a circular por acá, produciendo el único sonido que puede oírse; mas es un sonido lúgubre y aterrador. Dicen, los que se atreven a acercarse, que les oigo sus comentarios, que los múltiples muertos enterrados aquí algún día se levantarán para pedir justicia.
Los sucesos de un levantamiento y posterior guerra civil (año 36) me implicaron en la misma. Siendo pueblo próspero y asentado, los militares de uno y otro bando me consideraron punto estratégico para sus ofensivas o contraofensivas y no se cuidaron ni de mis intereses ni de la población que tenía. Menos todavía de los monumentos y edificios importantes por su historia y valor artístico.
Los hombres de Marte fueron a lo suyo, a matar y a matarse entre mis casas y luego entre mis ruinas. Porque aquí concentraron todo lo que tenían: aviones, artillería, infantería, miles de hombres. Y su capacidad destructora fue absoluta. Los españoles de esa época se mataban con desprecio absoluto de la muerte propia y ajena y ahí fueron buscándose para acabarse unos a otros, porque hacer prisioneros era lo de menos. Calles, casas, tapias, muros, fueron bombardeados, cañoneados, ametrallados sin piedad para alcanzar a quienes en ellos se parapetaban. Metro a metro, pie a pie, ladrillo a ladrillo, se avanzó, se retrocedió, se volvió a avanzar para caer destrozados en la calzada, al lado de la torre, dentro de una casa…
Lucha estúpida, pues no valió para nada, sino para desgastar a unos y darles aliento y ocasión de reforzar otras zonas a otros. Y, al final, vencería quien ya tenía todas las cartas de la baraja marcadas.
Y el vencedor, prepotente y rencoroso, con la ira de al que una vez se le denegó un deseo, decidió condenarme. Condenarme a morir en vida, a ser un zombi, un muerto‑vivo, solo apto para infundir terror. Que ese fue el deseo del que venció, que yo, villa próspera en otros tiempos, villa histórica, ahora y para siempre infundiese pánico y terror. Con el recuerdo de lo sucedido y con la visión de mi estado.
Los que se acercan, en especial los fines de semana, en plan excursión y curiosidad, nunca podrán imaginarse lo que acá sucedió, los sufrimientos que se pasaron, las atrocidades que se vieron, y también, justo es decirlo, los actos de valentía, el arrojo de quienes creían luchar por causa justa, el aguante de unos miserables soldados que obedecían a sus mandos o por disciplina o por convicción e ideología. La sangre de los héroes es sangre desperdiciada, que no sirve ni para abonar la tierra, digan lo que digan las soflamas guerreras. Solo sirve para que los jefes apunten en sus mapas una señal, buena o mala según les vaya.
Las sombras de la noche caen sobre el poblado. Las sombras que se alargan, estirándose cuanto pueden para ocultar la ruina. La luz oro del sol crepuscular da un toque de dignidad a los restos que se mantienen en pie. Luego, nada. Sombra y silencio. Y viento. Y tristeza infinita. Y miedo.
Miedo a los que quedaron. Pues quedaron. Que pasean sin pasear, sin querer ni entender, que buscan a sus camaradas, a sus jefes, que piden una explicación del porqué… Que se cansan de siempre y para siempre seguir. Como yo mismo, pueblo maldito, me canso de conocerme.