La flor del hibisco

Por Jesús Ferrer Criado.

Vuelvo a casa después del fin de semana. Las flores del patio han cambiado. Las que el viernes dejé en mero proyecto, como capullitos incipientes, en su adolescencia más temprana, están hoy exultantes, satisfechas de sí mismas en una epifanía de colores casi obscena. El viernes, sin embargo, mi hibisco favorito, cuyas flores amarillas reflejan más luz que ningún otro objeto del patio, ya mostraba su deseo de exhibirse en plenitud y lucir su protagonismo de traje de gitana invertido, de cáliz dorado y encendido que le he visto tantas veces. Mostraba su impaciencia por lucirse como una doncella que se presenta en sociedad con sus primeras galas de mujer.

Hoy lunes, cuando vuelvo a casa, aquellas promesas de vivos colores se han marchitado sin remedio. En una postura que demuestra una tristeza infinita, han cerrado su vivísima corola y han inclinado la cabeza lacias y descoloridas. Algunas se han desplomado al suelo y su cadáver es apenas reconocible.

En una sucesión generacional rapidísima y casi simultánea, crecen y maduran, al lado de las flores marchitas, diminutos capullos verdes, embriones de flor, que pronto lucirán su efímero y fantástico color dorado.

Me entristece no haber contemplado en su momento el rutilante esplendor de las flores ahora muertas. Me entristece que nadie las haya contemplado, que hayan desperdiciado su belleza sin la mirada cómplice y agradecida de su jardinero o de cualquiera que pase a su lado. Han vivido, han lucido, para nada.

¿Ves esos capullitos verdes como diminutas cúpulas de iglesias rusas? Entre sus finas estrías se trasluce un núcleo vivo que ya nos amenaza con un silencioso estallido de color. Los pétalos, que al día siguiente se abrirán gozosos de su encuentro con la luz, se desperezan lentamente encerrados en su útero verde y, tras rasgar su envoltura, brotará el color por fin, y será visible su satisfacción de criatura bella que exclamará: «Esta noche moriré, pero todo el día de hoy es mío».

Por el contrario, la orquídea es verdad que, tras una preparación de semanas, decidió abrir su espléndida corola rosada y ahí está dejándose admirar sin inmutarse día tras día, insensible al tiempo y a las miradas.

Orgullosamente impávida. Se ha hecho esperar todo un año y ahora la tendré luciendo palmito, unas cuantas semanas.

¡Dios mío, las flores, ese lujo de la naturaleza tan fugaz! Niñez, juventud, esplendor y muerte, todo tan seguido y tan rápido. Qué derroche de vida casi para nada.

Me he perdido la efervescencia dorada de mi hibisco favorito, esa delicada mixtura de salmón, naranja y oro. Lo siento por mí, claro, pero también por ellas, esas flores que durante su efímero esplendor se han mostrado sólo a sí mismas, sin nadie que hiciera ese comentario inevitablemente gozoso sobre su delicioso y espectacular color. Durante mi ausencia, han sido como bellas monjitas de clausura a las que nadie piropea. O como fervientes versos de madrugada, que el pudor del poeta condena a la clandestinidad. O como tantas antiguas declaraciones de amor, que nunca fueron pronunciadas, pero sí quedan en el recuerdo, cada vez más tenue, de alguna mocita que quedó para vestir imágenes de Semana Santa.

Es la historia de la belleza desperdiciada.

Pasaron miles, millones de años, antes de que los hombres vislumbraran la belleza del mar, que ya estaba ahí desde siempre. Los glaciares, los bosques infinitos, las llanuras verdes, los imponentes acantilados. Mientras los hombres aprendían a pintar con el dedo, en las paredes de las cavernas, ingenuas imágenes, la naturaleza, Dios, mostraba por doquier su rutilante belleza en tres dimensiones, hasta donde alcanzaba la vista y más allá. Y fuimos los últimos en gozar de ella.

Hoy, toda esa discreción, todo ese silencio, toda esa belleza queda en un segundo término, abrumada por el ruido alborotado de la modernidad. La colcha, que la abuela bordó durante meses, yace oculta en el arca, tapada por telas baratas, venidas quizás de la China o de Bangla Desh. El Marqués de Santillana tiene que soportar el peso y la presencia de roqueros de tercera fila que le disputan la estantería. Y, sobre todo, el viejo poeta que desgranó sus sonetos de amor, sólo para su propia melancolía, ve ahora cómo los antiguos rotuladores de váteres públicos “cuelgan” sus sandeces, sin pudor alguno, en las redes sociales.

Para completar el cuadro, la flor del hibisco, aunque muere cada noche, se “consuela” con aparecer rutilante y fresca en las pantallas de los móviles, como todos esos difuntos en cuyas lápidas se les ve sonrientes y felices.

jmferc43@gmail.com

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