El asesinato de un ser débil

Por Juan Antonio Fernández Arévalo.

Juanito es ya un hombre mayor a quien, desde pequeño, le embarga una obsesión que, a menudo, le supone un sufrimiento moral insuperable. Un caso de asesinato dosificado le abruma por no poder resolver plenamente el puzle que lo acompaña. Se trata de una posible solución final a la que tan aficionados eran los dirigentes nazis. Judíos, gitanos, enfermos mentales, discapacitados (sobre todo intelectuales) fueron eliminados en los campos de exterminio, como sabemos, con la finalidad de preservar la pureza de la raza aria. Esta política de depuración ya se conocía años antes del acceso al poder del partido nazi, pero fue durante su dominio cuando se empezó a ejercer de manera sistemática. Obras de historiadores y memorias de supervivientes han dejado constancia de tan macabros métodos, quedando el nombre de Josef Mengele como el médico que llevó a cabo los experimentos más atroces que pudiera imaginar la mente humana.

Durante la Guerra Civil española y el nazificado primer franquismo, que se prolonga durante buena parte de los años cincuenta, hubo un eminente psiquiatra, coronel médico, llamado Antonio Vallejo Nájera. Durante la Primera Guerra Mundial se había formado en Alemania, recorriendo manicomios y hospitales y aprendiendo con fervor las técnicas empleadas luego por los nazis en los campos de exterminio. Profundo admirador del nazismo, cuando llegó la Guerra Civil y, más tarde, durante el franquismo, se convirtió en el psiquiatra de referencia del régimen, encargado de descubrir el llamado “gen rojo”, experimentando con los prisioneros republicanos del frente oriental a fin de descubrir la degeneración de la raza española iniciada, según Vallejo Nájera, bajo la II República. Su campo de acción fue ampliado más tarde, imponiendo sus prácticas eugenésicas en Leganés y Ciempozuelos. El conocido por muchos como el Mengele español se convirtió en la máxima autoridad del Régimen en materia psiquiátrica.

Allí recaló un joven sordomudo, catalogado como enfermo mental, al que recluyeron primeramente en el manicomio de Jaén (hoy psiquiátrico), para trasladarlo más tarde a Ciempozuelos (lugar tristemente célebre por su manicomio), sin el permiso de sus familiares, de su madre sobre todo, que desconocían su traslado a la villa madrileña, de la que no se volvía nunca.

Juanito siempre había deseado conocer este caso en profundidad, porque la intuición le decía que este muchacho había sufrido todo tipo de métodos experimentales, llenos de crueldad, donde la finalidad no era sanar al enfermo sino descubrir su capacidad de resistencia ante los diversos estímulos que se le proporcionaban: electroshock, inyecciones de cardiazol, lobotomías…, eran procedimientos habituales en estos manicomios en donde la curación era prácticamente inexistente. No era, pues, la curación, el objetivo sino la experimentación sobre estos seres procedentes de familias republicanas sin el más mínimo derecho a inmiscuirse en los métodos empleados en los centros. El sufrimiento físico de estos seres indefensos debió ser brutal; pero el moral no lo sería menos, al eliminar cualquier atisbo de esperanza en la curación o en el retorno a casa.

Juanito siempre había deseado conocer la verdad de este caso. Él sabía que el joven, sordomudo y, posiblemente, con alguna enfermedad mental añadida, había sido muy cariñoso con él cuando era muy pequeño, que lo abrazaba, mientras le fluían unas lágrimas de impotencia y de rabia por no poder expresarle con palabras el cariño que le entregaba en cada abrazo.

Desconoce Juanito casi todo de ese joven cariñoso, de ojos negros y tristes como la noche, que le quería tanto. En algún momento de su vida, Juanito supo que había estado sometido a experimentos durísimos, más propios de tortura que de sanación. También supo que su madre no pudo verlo tras su traslado a Ciempozuelos y que nunca se le hizo una autopsia para conocer las causas de su muerte, porque éstas se conocían suficientemente y no convenía darles publicidad. Escuchaba Juanito, entre susurros de las personas mayores, que había muerto reventado (era la vulgar expresión utilizada en aquel ambiente de pobreza económica y cultural). El joven enfermo había prestado un gran servicio a la ciencia; era así como se expresaban cínicamente esos científicos amantes de la pureza de la raza española.

Me imagino el infinito dolor de esa madre, viuda desde muy joven, que, además del sufrimiento por su hijo, soportaba la condena a muerte de su hermano menor ‑con las palizas y torturas que la acompañaban‑, por el delito de luchar en el bando republicano. Me explico, a veces, su carácter agrio y sus vestidos siempre negros. Y todo había que hacerlo en silencio, sin poder mostrar atisbo alguno de rebeldía, porque el régimen de terror, que fue el franquismo, había obligado a los españoles, especialmente a los no adictos a su causa, a ser mudos, sordos, ciegos y tontos.

Ese joven ‑discapacitado llamaríamos hoy‑ tan cariñoso con Juanito, se llamaba Pepe y fue asesinado poco a poco, hasta reventar, por los carniceros nazis del franquismo.

Pepe era tío de Juanito y, ahora, este Juanito, ya próximo a la vejez, une su recuerdo emocionado al de su madre, que era la hermana mayor de su tío Pepe.

Esa es mi denuncia: la impunidad con que actuaban muchos prebostes del franquismo contra los más elementales derechos humanos. La conservación de esta memoria es, por lo visto, un atentado contra la convivencia. ¡Qué sarcasmo!

Cartagena, marzo de 2016.

jafarevalo@gmail.com

(Profesor de Historia)

Autor: Juan Antonio Fernández Arévalo

Juan Antonio Fernández Arévalo: Catedrático jubilado de Historia

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