Palomas, 1

Por Jesús Ferrer Criado.

PROMOCIÓN DEL 63.

Les confieso que yo no hablo la lengua de las palomas, ni siquiera la chapurreo, nada de nada. Creo, sin embargo, que algunas frases las pillo. Entre lo que percibo de sus zureos y su correspondiente expresión corporal, algo se me queda.

Hay que puntualizar, antes de nada, que las palomas están muy sobrevaloradas. Eso de representar nada menos que al Espíritu Santo es lo más. Otras aves, especialmente el águila, tienen los máximos honores heráldicos. El águila está presente en numerosas banderas, escudos y enseñas de todo tipo, simbolizando la superioridad, el afán de hegemonía. Otros “pájaros” solemnes que aparecen en los escudos nacionales son el cóndor, el quetzal…

No obstante, la paloma les gana a todas, gracias a la que dibujó Picasso, reflejo de la que Noé, cuando dejó de llover, mandó a investigar y volvió con una rama de olivo. Y se nos llena la boca hablando de la paloma de la paz. Pero es un título que no se merece.

En nuestra experiencia ciudadana, percibimos que la taxonomía oficial debe ser corregida en un punto. Veamos: si al avestruz se le denomina corredora, porque corre mucho, ¿a qué viene lo de columbinas, una tautología, para clasificar a las palomas? ¿No sería más preciso y científico decir que pertenece a la familia de las defecadoras?

Porque esa y no otra es la evidencia de cada día. Cornisas, balcones y salientes de nobles y emblemáticos edificios, civiles y religiosos, de todo el mundo están “palominizados”, provocando la justa indignación de autoridades y ciudadanos en general.

Resulta, además, que mientras otros animales mayores ‑cabras y ovejas, por ejemplo‑ producen detritus más discretos y a nivel del suelo, o sea más inofensivos, la evacuación de una paloma, volando en la vertical adecuada, o sea en la tuya o en la mía, nos arruinan el día completamente. Cuando, hace unas semanas y a unos pocos pasos delante de mí, una elegante dama recibió el imprevisto “regalo” del ave en su cuidadísimo tocado, me reafirmé en lo inmerecido que es el título “de la paz” con que se adorna al bicho. Francamente, lo que la dama en cuestión soltó por su boca era una declaración de guerra, que no desmerecía en violencia de la que ella había recibido en su ya impresentable melena.

Porque, efectivamente, al igual que las armas más modernas, las palomas disparan sobre la marcha. A unas y otras, tal facilidad les hace extremadamente peligrosas.

Los que disponemos de terrazas, patios, porches y espacios, así advertimos que estas volátiles tienen sitios favoritos para evacuar, debajo de los cuales, se acumulan sus excedentes digestivos. Por mi parte, designaría con el número uno a la antena de la televisión. De la misma manera que la edad de oro de las cigüeñas empezó cuando se inventaron los campanarios y la de las golondrinas con los cables del telégrafo, el reinado de las palomas empezó, sin duda, con la tele.

Cuando éramos niños, nosotros éramos también un poco palomas. No solamente nos “acuclillábamos” en cualquier sitio, sino que practicábamos sin dificultad la micción itinerante, haciendo sobre el terreno meritorios garabatos o incluso sencillos e inocentes dibujos. Eso, sin hablar del amojonamiento de lindes; lo que hoy, con tanto documental, hemos aprendido a llamar: “marcar sólidamente el territorio”, tarea que, sin ningún afán expropiatorio ni conquistador, ejecutábamos inocentemente, urgidos quizás por una indigestión de ciruelas verdes. Por el contrario, la ingesta de chumbos tenía mucho prestigio como preventivo de ese derroche fecal; y podía, según lenguas, causar graves destrozos, en sálvese la parte, por su efectividad obstructiva.

Decía al principio que comprendía, en parte, el lenguaje de las palomas. Y es que algunas se quejan de nuestro actual desamor. Conscientes de que se están convirtiendo en una especie odiada y perseguida, echan la culpa a las que, despreciando cualquier consideración, sobrevuelan procesiones religiosas u otras manifestaciones ciudadanas, atacando, desde el anonimato de la altura, a la sufrida multitud que no mira al cielo, implorando la lluvia como antaño, sino implorando ante las aves, la sequía más absoluta.

Sin querer ponerme “parabólico” ni epigramático, me viene a la cabeza que en la sociedad actual hay colectivos o grupos, como las palomas, que, a pesar de su prestigio y esplendor aparente, lo que de verdad hacen es ponerlo todo perdido.

En el último año de mi estancia en Úbeda ‑léase 1963‑, mi curso emprendió una ‑poco meritoria‑ cruzada contra estas aves, intentando rebajar su abusivo dominio sobre los espacios escolares y su detestable uso de cornisas y demás salientes, propicios a su actividad defecadora, que se traducía en suciedad y asco.

El detonante de esta iniciativa fueron unas palabras del recordado padre Bermudo de la Rosa, a la sazón rector de la Institución, quejándose precisamente de la actividad incesante de las dichas volátiles.

Nuestro plan incluía cuatro fases:

1. Captura y sacrificio de un número significativo de aves del palomar del coto escolar.

2. Desplume, evisceración y eliminación de residuos.

3. Transporte al lugar de preparación y cocinado, fuera del colegio.

4. Retorno al centro, una vez cocinado y condimentado, y consumo comunitario del producto en nuestras camarillas de la llamada “Siberia”, o sea, el último piso del edificio principal, donde entonces se situaban los alojamientos de los mayores y cuyo sobrenombre, por el frío, estaba más que merecido.

En cualquier receta de cocina, lo primero y principal es disponer de ingredientes. Digo esto para subrayar la importancia de mi misión, al ser seleccionado para la primera parte del plan que habría de ser ejecutado con nocturnidad, alevosía, allanamiento de palomar y abuso de menores. Cualquier leguleyo encontraría en nuestra hazaña una docena de agravantes más, pero ese tema no es lo mío, ni quiero que la ley se cebe con aquel trío de insensatos.

jmferc43@gmail.com

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