Por Dionisio Rodríguez Mejías.
1.- Preparando la fuga.
En cierto modo, era como si nos casáramos: necesitaba saber adónde iríamos a vivir, contar con un empleo para hacer frente a los primeros gastos, y comprarle un anillo de compromiso. Si había tenido el valor de dejar a Santamaría, y estaba dispuesta a marcharse conmigo, era porque me quería. Ahora era a mí a quien correspondía dar el paso siguiente, y pensar en el futuro que nos aguardaba. El reto era importante, pero los dos estábamos decididos a olvidar aquellos días de malestar, iniciar una nueva vida, y vivir juntos y felices para siempre. La idea me ilusionaba, pero había momentos que me invadía el pesimismo por lo mucho que dejaba detrás de mí. Estaba a punto de terminar la carrera, contaba un trabajo estable y empezaba a ganarme la vida con cierto desahogo. Por otra parte, me había convertido en un barcelonés que hablaba con soltura el catalán, vivía en una ciudad maravillosa, y empezaba a vestir con cierta distinción. Y, en cuanto al porvenir que me aguardaba, no podía ser mejor si aceptaba la propuesta de Vilanova. De no ser por Olga, nunca se me hubiera pasado por la imaginación dejar esta ciudad.
Uno de los problemas que debía resolver con urgencia era comprarle el anillo de compromiso. Aunque con la venta de las pólizas mi economía había mejorado bastante, después de pagar la letra del coche, comprar alguna ropa y abonar las cenas de los sábados por la noche, apenas si ahorraba dos mil pesetas al mes. Buscando una solución rápida, se me ocurrió pedir un anticipo en Borrás Asociados a cuenta de la paga extraordinaria del mes de julio. ¡Qué ingenuo fui! Cuando el director financiero me preguntó para qué necesitaba aquel dinero, no supe responder; y cuando me propuso esperar unos meses, me quedé mudo. No llevaba preparada la respuesta. En tono muy amable, se excusó diciendo que diciembre era un mal mes para este tipo de imprevistos; que con la paga de Navidad, el cierre del ejercicio y las dotaciones para el año entrante, la empresa sufría graves tensiones en tesorería.
—De todas maneras —dijo finalmente—, lo consultaré y en unos días tendrás la respuesta.
Salí pensando que había actuado con demasiada precipitación y que, con muy buenas palabras, me habían dado esquinazo; pero seguí adelante. Para resolver nuestro alojamiento, llamé por teléfono a mi antiguo compañero de internado, José Luis Olano, que vivía en Madrid desde que hicieron a su padre Procurador en Cortes por los tercios familiares. Eran las diez de la noche, pero no estaba en casa. Su madre se acordaba del día que me invitaron a comer en el Parador Nacional de Valdeolivos. Me trató con infinita amabilidad, y me dijo que su hijo no tardaría en llegar. Me pidió el número de teléfono, y le di el del despacho para que me llamara al día siguiente.
No me había equivocado; a eso de las nueve y media recibí la llamada de mi amigo, tan amable como siempre. Le hablé de una imaginaria enfermedad de mi madre, le dije que quería estar cerca de ella, por si me necesitaba, y le pregunté si podía buscarme algún empleo hasta que terminara la carrera. Era evidente que se alegraba de hablar conmigo; enseguida se puso a mi disposición, me preguntó que además de estudiar a qué me dedicaba, y le hablé de las pólizas, pensando en que, con los contactos de su familia, podríamos montar el negocio por todo lo alto. Qué tranquilo me dejó su respuesta.
—De momento vivirás en casa, y por el trabajo no te obsesiones: hablaré con mi padre, y te haremos un hueco en el despacho.