“Barcos de papel” – Capítulo 24 c

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

3.- Accionista de PROVISA.

Unos días después, llamó Roser a la oficina de Borrás Asociados, preguntando por mí. Como casi todas las mañanas, había ido al Registro de la Propiedad a consultar unas notas y no pude atender su llamada, pero me dejó un mensaje diciendo que aquella misma tarde nos esperaban sus padres en la notaría de don Tomás Fernández Ricard, bajando Balmes a mano izquierda, antes de llegar a la avenida Diagonal. Cuando me dieron el recado, la llamé para decirle que si debía aportar algún documento y me dijo que no olvidara llevar el carné de identidad.

—Cosas de mi padre, ya sabes cómo es —dijo sonriendo—.

Quedamos en vernos, diez minutos antes, en El Popeye ‑Balmes 171‑, que era un importante punto de encuentro; pero llegué diez minutos tarde y no tuve tiempo ni de tomar ni una Coca‑Cola. Cruzamos la calle a la carrera y, cuando llegamos a la notaría, nos encontramos al señor Vilanova y a su señora sentados en el vestíbulo.

Después de haber conocido a tantas mujeres que gritan y se alteran por la razón más insignificante, me asombra que Roser demostrara tanta paciencia ante mis constantes, aunque involuntarios, desaires. Jamás se alteraba, ni siquiera me lanzaba miradas de reproche. Sólo por estos detalles, pienso que era, y sigue siendo, una persona excepcional.

Nos invitaron a pasar a una sala ‑como las que salen en las películas‑, con una mesa ovalada y diez silloncitos tapizados en cuero alrededor; diez carpetas de piel de color negro sobre la mesa, y un armario con puertas de cristal lleno de libros atados con cintas y con fechas escritas en el lomo. Mientras llegaba el notario, Vilanova empezó a obsequiarnos con sus habituales zalamerías.

—Perdóname, Alberto, pero cada vez que os veo juntos pienso, con más razón, que estáis hechos el uno para el otro. Realmente formáis una pareja ideal.

Confieso que a mí este tipo de cosas no me acababan de gustar; consideraba excesivo que Vilanova se manifestara en aquellos términos, y no entendía qué perseguía en realidad. De buena gana, me hubiera ido de allí con Roser y hubiera renunciado a una maniobra que no me gustaba, sencillamente porque no acababa de entender. No obstante, le seguí la corriente.

—Muchas gracias; usted sabe que valoro y agradezco de corazón sus atenciones.

—Gracias a usted, amable joven. No hace tanto que nos conocemos y, en tan breve espacio de tiempo, se ha ganado nuestro cariño y el de Roser. Los dos sois unas criaturas ejemplares que sabéis muy poco de la vida y no pensáis demasiado en el futuro. Camináis alegremente, sin tomar precauciones; pero para eso estamos los mayores, para anticiparnos y evitaros posibles sorpresas.

Llegó el notario y Vilanova lo saludó como si se tratase de un compañero de partida de mus: lo llamaba por el nombre y estrechaba su mano, dándole, al mismo tiempo, cariñosas palmaditas en la espalda. El señor Fernández Ricard también saludó a la señora aceptando la mano que ella le ofrecía, con una leve inclinación de cabeza. A continuación, Vilanova nos presentó a Roser y a mí.

—A Roser ya la conoces; y este joven es Alberto Ruiz Alonso en el que tengo depositadas grandes esperanzas. Aunque hace poco tiempo que lo conozco, es como si formara parte de nuestra familia. Está a punto de terminar derecho, con un magnífico expediente, y me parece un joven sincero y formal. Ya sabes; todo lo hago por los dos.

Según el notario, en aquel acto se modificaba el reparto de acciones de la compañía que hasta entonces estaban a nombre de Vilanova y de su esposa. Con el cambio, el matrimonio se reservaba el sesenta por ciento y el cuarenta por ciento restante lo repartían entre nosotros: a su hija le adjudicaban el veinticinco y a mí un quince por ciento. Me parecía imposible. Roser y yo apenas habíamos hablado de casarnos; y, cuando lo hacíamos, era de pasada, como bromeando, sin tomarnos la cosa demasiado en serio. Pero, por lo visto, mis ilusiones de ser un hombre rico podían hacerse realidad a corto plazo. No salía de mi asombro cuando el notario se acercó muy cariñoso y nos dijo.

—Les felicito sinceramente y, si no tienen inconveniente, podemos empezar.

Nos sentamos, levantó la cabeza y de forma pausada prosiguió.

—¿Me permiten el documento nacional de identidad?

Vilanova se había tomado muy en serio la idea de casarnos; y yo, de lo único que estaba seguro era de que, hasta entonces, nadie me había tratado tan en serio y con tanto respeto. Cuando terminamos, el notario volvió a estrecharnos la mano y a desearnos que fuéramos felices. No podía creerlo.

roan82@gmail.com

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