Por Dionisio Rodríguez Mejías.
8.- No me hables ahora: ¿No ves que estoy llorando?
Supongo que yo también me quedaría dormido, porque ‑antes de las ocho de la mañana‑ me despertaron las camareras que vinieron a ordenar la habitación y a cambiar la ropa de las camas, armando un enorme alboroto. Abrieron la ventana, ayudaron a Olga a incorporarse, echaron las sábanas en el carro que había en el pasillo, pusieron otras limpias y me pidieron que saliera. Algo más tranquilo, aproveché la ocasión para bajar a la cafetería y llamar a la pensión. Le dije a Catalina que estaba con Olga en el hospital, y me costó lo mío convencerla para que no acudiera a visitarla; pero insistí en que solo se trataba de una ligera indisposición y el médico había prohibido las visitas. No era muy razonable lo que le dije, pero fue suficiente para convencerla. Tomé un café con leche y un cruasán, por comer algo; compré La Vanguardia y, a hacia las nueve, volví a la habitación y me encontré con el doctor que terminaba de examinarla.
Ya no tenía fiebre y todo había ido bien. Dijo que volvería a última hora de la tarde y que, de no haber complicaciones, al día siguiente le podría dar el alta. Estuve con ella toda la mañana; solamente bajé un momento a comprar tabaco, entré a la capilla a rezar una salve a la Virgen y, enseguida, volví a la habitación. La encontré algo más inquieta; intentó apoyarse en el respaldo de la cama, para incorporarse, y llamé al timbre, para avisar a la enfermera. Como no acudía nadie y notaba que Olga seguía incómoda, salí al pasillo y vi que ya venía hacia la habitación.
—¡Enfermera! Pero, ¿es que no ha oído el timbre?
No me contestó. Le dio una pastilla y, al poco rato, se quedó dormida. Pasé toda la tarde viendo caer las gotas de suero, una tras otra, hasta que la botella se agotó. No podía apartar a Santamaría de mi imaginación. Cerraba los ojos y lo veía entrar en el hotel de madrugada, cogido a Olga, borracho, riendo y diciendo insensateces. Luego lo imaginaba en la cama, desnudo, abrazado a ella, restregando su lengua asquerosa sobre la piel de Olga, llenándola de babas y disfrutando de su cuerpo, joven y maravilloso, hasta que se quedaba dormido como un cerdo. ¿Qué pensaría su mujer si lo supiera? ¿Y su hijo? Y, por si fuera poco, lo del aborto.
¿No sabía aquel hijo de puta para qué coño sirven los preservativos? Poco antes de las ocho de la tarde, regresó el médico y me mandó salir de la habitación. A los pocos minutos, volví a entrar y me tranquilizó con sus palabras.
—Aunque aún está débil, la encuentro bastante recuperada. No obstante, creo conveniente que siga en observación veinticuatro horas más.
Le preguntó quién era el padre y ella bajó la cabeza avergonzada; luego le propuso que denunciara el caso y, entonces, se echó a llorar desconsoladamente. Aunque por nada del mundo me hubiera alejado de su lado, el doctor me dispensó de atenerme al horario de visitas. No me separé ni un momento de su lado, percibía su respiración sosegada, le cogía la mano con cuidado y estaba tranquilo, hasta que la veía moverse en la cama, o quejarse de dolor. Entonces sentía miedo, no sabía qué hacer y llamaba a la enfermera. Lo peor fue la noche siguiente. Las noches en los hospitales son terribles: miraba al reloj y las agujas no se movían; la veía agitarse en la cama, y me parecía que yo también acabaría enfermo y trastornado. A las cuatro de la mañana, la botella del suero estaba casi vacía; avisé a la enfermera y le pedí una aspirina para mí.
Al día siguiente, todo cambió. Parecía un milagro. Cuando anochece, nadie es capaz de detener la oscuridad; pero, al amanecer, olvidamos muy pronto su horror y su negrura. Pasó la mañana tranquila y, a las doce, tomó una taza de caldo, puré de patata y un bistec. Cuanto más la miraba, más hermosa me parecía; pero estaba tan débil que no me atrevía ni a acariciarla. Después de comer, la dejé un momento para que descansara y, poco antes de las siete, fui a buscar el alta. Al despedirnos, noté que el médico me hablaba con más consideración.
—Les recuerdo que debe volver a visitarse dentro de quince días.
—Muchas gracias, doctor. Aquí estaremos.
Tuve que sostenerla con los dos brazos, para ayudarla a llegar hasta la puerta. Al subir al taxi, eran casi las ocho de la tarde. Yo me sentía como un volcán, pero disimulaba mis sentimientos para no aumentar su preocupación. Estaba tan hundido que tenía miedo de complicar su recuperación. Ningún desastre, por grave que sea, ocasiona mayor daño, ni más irreparable que acabar con la inocencia de una niña. Es imposible que Dios pueda perdonar esos pecados. Cuando alguien acaba con la inocencia de una menor, es como si le arrancara parte de su vida. A partir de entonces, sabrá qué es estar sola, vacía, sin pasado y sin futuro. Recordaba la noche que cenamos en Reno. A espaldas de su mujer, me decía que Olga era como una hija para él. ¿Cómo se puede ser tan miserable? Estaba deshecho, pero tenía que disimular y darle ánimos.
—No llores, querida. Ya ha pasado todo. ¿Te encuentras mejor?
No he conocido a nadie con tal grado de bondad. Besó mi mano, intentó sonreír y me dijo con voz casi imperceptible:
—Berto, amor mío, no me hables ahora. ¿No ves que estoy llorando?
—¡Amor mío! ¿Me has llamado «amor mío»?
—Eso he dicho —contestó con los ojos llorosos, sin soltarme la mano—.