Por Mariano Valcárcel González.
Una mancha de tinta caída en la hoja de papel se parece a un pensamiento descontrolado que, sin que se pueda evitar, surge de improviso y cae a destiempo y sin el menor respeto por la blanca hoja a la que alcanza, ni a las otras marcas que ya tenga, esas letras, esas frases concluidas, esos números que llevan el cálculo tal vez penoso, o esos trazos que trataron de concretar una idea, un diseño.
Sí, las manchas de tinta de antaño suponían un auténtico descalabro de la paciente labor que se tenía que realizar y tal vez terminar pulcra y perentoriamente. El que sufría tal, ya se podía andar en diligencia y tratar de enmendar la plana, o sea, eliminar en lo posible el borrón habido, porque si no aquello de borrón y cuenta nueva se hacía realidad. No se podía, no se debía, presentar una plana con borrones.
Y lo anterior era así, para grandes y chicos.
Había que ser muy hábil para que no se produjesen esos accidentes. También para que pareciesen accidentes lo que podían ser meros intentos de cambiar lo escrito, de alterarlo e incluso falsificarlo. El papel secante, las cuchillas y a raspar el fallo, ¡qué trabajos! Esto obligaba a ser muy cuidadoso, a no andarse con prisas, a poner mucha atención en el empeño, a sincronizar perfectamente ojo, mano y cerebro. Homo habilis… ¡cómo no! El que escribía mal, escribía mal sin paliativos y no le enderezaba la caligrafía ni el mismísimo escribano mayor del reino; pero es cierto que, con sangre o no, entraba a la fuerza el intentar manejarse con una pulcra, cuidada y bonita letra. En ello eran especialistas los colegios de monjas y todavía hay mujeres a las que se les puede adivinar si asistieron a alguno de ellos, por su caligrafía.
Escribir con plumilla y de los tinteros de baquelita, llenos de líquido negruzco (resultado de la alquimia del agua y la pastilla de concentrado negro), era más que una proeza. Si se observaban los pupitres aquellos, bancadas de madera al mejor estilo escolástico, se les adivinaban las guerras por las cicatrices de tintura que habían soportado. Una de las peores y más pesadas bromas era la de darle un fuerte golpe al frontal del pupitre, con lo que los tinteros saltaban del agujero y lo ponían perdido todo, tablero, libreta, mandilón, manos y hasta la cara del infeliz afectado; y, además, se cargaba la regañina (o el palmetazo) del despistado maestro.
Cuando aparecieron los bolígrafos (ingenioso adminículo fruto de la necesidad bélica), los plumines, los tinteros, las tintas y sus secuelas desaparecieron del mapa (aunque a los que hicimos delineación nos quedó un largo periodo de tinta china y borrones) y con ellos también desapareció todo lo que eso implicaba. Se empezó a escribir sin cuidado, pues no lo merecía, y se escribió así en cualquier parte o material y de cualquier manera. Se podía intentar borrar la marca de bolicon la antigua goma de tinta o, luego ni eso, con el corrector blanco, que no es sino pintar sobre lo escrito para taparlo. En las escuelas, lo que más gastaban los alumnos era el corrector; cantidad.
Como las ciencias adelantan que es una barbaridad,hasta esto del bolígrafo ha quedado ya demodé. Pues aparecieron los rotuladores, los bolis de gel, que no tinta, acompañados de marcadores fosforitos que te dejan una hoja de libreta hecha una auténtica policromía, tal que uno termina perdido entre tanto colorido.
Y hay más. Que ya ni esto. Que con los teclados de consolas, ordenadores y tabletas de últimas hornadas, pues que ni hay que escribir, literalmente, pues no se requiere coordinación visomotriz ni motricidad fina entre mano, ojo y cerebro. Además que, echando manos al modo automático, te salen palabras y hasta frases hechas, ya cocinadas y listas para servir.
En efecto, se escribe de tales cosas y de tales formas en las plataformas digitales más populares, que se ve con claridad que la mente debe ir por un lado y los dedos por otro; talmente, que uno no puede concebir las burradas que se presentan con todo descaro o la mala baba incluida y que el personal se puede quedar tan pancho y tan ancho. Sí, ya ni siquiera hace falta sentarse delante de un papel e interrogarle qué está dispuesto a ofrecernos, que hasta de espaldas y con la mente puesta en Babia se pergeñan escritos, comentarios, comunicados e intercambios de opiniones (que no suelen ser tales; porque, en realidad, son monólogos intercambiados).
De tarde en tarde, me gusta abandonar el bolígrafo y echar mano de alguna de las estilográficas que poseo, por el mero placer de hacerlo. Este articulillo lo estoy escribiendo así, con mi pluma estilográfica de plumín de oro y tinta negra (que me gusta más que la azul). Lo estoy construyendo con letra algo menuda, de trazo rápido y en líneas que no suelo torcer, aunque la hoja no esté pautada. Sí; emborrono de vez en cuando; mejor dicho, tacho; pero esto no lo vais a notar; toda vez que lo presente, ha sido volcado ‑teclado mediante‑ al ordenador correspondiente.
Pero quiero que lo sepáis: que era un escrito original y que, cuando lo leáis, ya no existirá; el papel, la tinta, las letras, las frases y el discurso ‑en suma, la idea‑ habrán desaparecido en la papelera; y de la papelera habrán ido a la basura, sin más.
Así es la vida.