La apuesta

Por Jesús Ferrer Criado.

Actualmente las barberías han cambiado. Yo me corto el pelo en una residencia de la tercera edad donde, paradójicamente, el peluquero es un joven muy profesional y muy callado al que cuesta sacarle conversación, entre otras cosas porque en cinco minutos me ha despachado.

Cuando voy ahora a la peluquería, se me viene a la cabeza, por contraste, el barbero de mi pueblo, Manuel. No paraba de hablar («hablas más que un sacamuelas», se decía entonces). Sacaba conversación de cualquier cosa y tenía entretenida a la clientela porque, aparte de buena memoria, tenía labia y sabía darle emoción a sus anécdotas. Si el asunto lo requería, interrumpía su trabajo y, con la maquinilla o la navaja en la mano, se ponía a gesticular, a imitar voces o lo que fuera para darle plasticidad a su relato. Yo aprendía mucho y me divertía oyéndolo.

En la barbería ‑no decíamos peluquería‑, aparte del barbero y de los clientes, había siempre dos o tres visitantes que iban por el palique. Yo, muchacho entonces, los escuchaba a todos y aprendía. Aprendía sobre todo historia, historias del pueblo, de los tiempos en que el barbero era joven y yo ni había venido al mundo ni se me esperaba.

Quiero recordar que la historia que viene a continuación la contó Manuel una tarde a principio de los sesenta; yo era un chaval entonces y él me figuro que andaría por los cincuenta. Hace ya tiempo, pero la recuerdo muy bien.

La conversación previa, en la que yo no intervenía para nada porque intentaba leer el periódico, había ido sobre las quinielas, el juego, apuestas y esas cosas.

—Las apuestas pueden costar un disgusto. Hay mucho atascado por ahí que, como se le meta algo en la cabeza, tira para adelante sin mirar.

Acababa de sentarse un cliente para un afeitado y, en la maniobra, Manuel, mientras daba al pedal del sillón para situarlo a la altura, había dejado meter baza a un tipo con boina, sentado frente a mí. Sin levantar la cabeza de su trabajo, Manuel pareció recordar una de las suyas y corrigió:

—Hay apuestas y apuestas. No sé si habéis oído hablar de Pepico, “El Tomate”. No llegasteis a conocerlo. Al que si conoceríais seguro que es a su hermano Eufrasio, el menor, que lo mató un coche ahí en el cruce, hará siete u ocho años. Pues Pepico, “El Tomate”, que mediría metro y medio escaso, se bebió un día, en la Venta del Mulo, veinticuatro ponches ¡que hubo gente que se fue antes para no presenciar su muerte! Yo estaba allí por casualidad. Fue por una apuesta y la perdió. Era un día de San Juan y faltaban semanas para que estallara la guerra. En la Venta del Mulo, como estaba al lado de la carretera general, siempre había gente de paso; además, muchos parados iban allí a ver si les avisaban para algún trabajo. En fin, siempre había clientela. Por la mañana, se bebía coñac o aguardiente y luego un Valdepeñascon bacalao, con habas… o solo. Aquel día nos juntaríamos allí doce o catorce hombres, la mayoría jóvenes, discutiendo de pie y fumando. Serían las once de la mañana cuando apareció Juan, “El Murciano”, el que tenía el cortijo por encima de los cuarteles, pegado a la carretera. Bueno, pues entra con la cara muy seria: «Buenos días, buenos días», y se acercó al mostrador.

—Casimiro —le dijo al dueño—, ponme un “machaco” y un vaso de agua, que voy con prisa.

Uno de los que estaba allí, que yo sólo conocía de vista, le saltó:

—¡Cómo que vas con prisa! Es tu día, coño; tendrás que tirarte un detalle con los pobres. Págate unos chatos, hombre, que no te vas a arruinar.

Juan, “El Murciano”, que era uno de los riquillos del pueblo, lo miró de arriba abajo con mala cara, incluso con desprecio:

—¿Unos chatos? Pues sí, tú lo has dicho. Voy a pagar unas copas, pero no a todos, sino sólo a uno, a uno que tenga cojones. Has dicho que hoy es mi día, veinticuatro de junio; pues, al que tenga cojones, le pago veinticuatro vasos de vino, con bacalao si quiere. Pero ojo: ¡sin vomitar! Si se los bebe seguidos y aguanta media hora sin vomitar gana él y encima le doy treinta duros. Pero si no llega a beberse lo que digo o vomita antes de tiempo, la bebida se la paga él. Y yo no quiero saber nada.

El barbero, que acababa de enjabonar a su cliente y ya tenía la navaja en la mano, levantó la cabeza y se dirigió a la audiencia, o sea a mí, que esperaba turno, y a dos más que estaban allí pasando la tarde y, levantando la navaja, sentenció:

—Cuidado que treinta duros antes de la guerra eran dinero.

En la Venta se hizo un silencio que se podía cortar. El desafío de Juan, “El Murciano”, nos desconcertó a todos y no supimos qué decir. Entonces Pepico, que ya se había tomado dos copas de aguardiente y que no había visto treinta duros juntos en toda su vida, dijo muy tranquilo:

—Mira, Juan. Te voy a pillar la palabra, pero no quiero vino. Han de ser veinticuatro carajillos; si no te importa, vamos. Veinticuatro ponches.

—También vale —contestó Juan con energía—. Cuando quieras.

Los cuatro escuchantes, que formábamos el magro auditorio de la barbería aquella tarde, estábamos con la boca abierta, expectantes por el desenlace de una historia tan extraña. Manuel continuó:

—Tened en cuenta que veinticuatro ponches, que Casimiro, el de la Venta, los ponía en vasos de café, pero hasta el filo, no creo que sean menos de dos litros.

Pues fue a la vasera y los puso en fila en el mostrador, encima del mármol, uno al lado del otro. Veinticuatro vasos. Luego se dirigió a Pepico y le dijo muy serio:

—Mira Pepe, yo te aprecio porque eres buen muchacho y no quiero que hagas nada de lo que te arrepientas luego. Estás a tiempo de dejarlo. Nadie va a decirte nada. Ha sido una broma y ya está; pero si quieres seguir adelante yo sigo también.

Casimiro, que me sacaba a mí la cabeza, era más serio que un toro cabreado. La venta la llevaba con absoluta formalidad y los que entraban allí tenían que ajustarse a sus normas, les gustara o no. Me extrañó que permitiera la apuesta. Pepico dijo que sí, que él seguía, que llenara, que no les pusiera azúcar a los ponches y que no estuvieran calientes.

—Descuida —contestó Casimiro—.

Nos echamos para atrás todos, con nuestros vasos en la mano. Juan, “El Murciano” también, pero separado. Y Pepico se quedó solo, pegado al mostrador y dándonos la espalda, esperando a que Casimiro echara el recuelo de café en los vasos y luego completara con el coñac.

Todos sabíamos que podía pasar una desgracia y no nos atrevíamos ni a respirar. Pepico tiró el cigarro que se estaba fumando, pisó la colilla con la alpargata y se bebió el primer ponche de un tirón. Luego alargó la mano a por el segundo, hizo lo mismo y así llegó hasta el sexto. Como se paró un poco a coger aire, su primo Esteban, con quien había ido a la Venta ese día, viéndolo en dificultades, trató de disuadirle: «Déjalo, coño, déjalo y que le den por saco a los treinta duros». El otro no contestó y se bebió otros seis golpes, pero no tan deprisa. A Pepico se le empezó a poner mala cara pero, después de una pausa, se bebió otros cuatro más, aunque ya le costó trabajo tragar. Los que estábamos atrás nos mirábamos sin decir nada, preocupados y con el alma en vilo, porque aquello no pintaba bien.

El barbero disfrutaba de su propio relato y, encanado como estaba, se olvidó completamente del pobre cliente que, con la cara embadurnada de espuma, no se atrevía a interrumpir, absorto también él con la historia.

Manuel siguió:

—Alfredico, el de la Reme, el que luego puso el taller de bicicletas, se encaró con Juan, “El Murciano”.

—Vaya ocurrencia que has tenido, Juan. Aquí va a haber una desgracia y tú la vas a llevar en la conciencia. Esto es una barbaridad y yo no la quiero ver. Me voy.

Con él se fue también su cuñado Jacinto y otro más. Los demás estábamos como paralizados, con la mirada fija en el pobre muchacho y sin saber cómo iba a terminar aquello. No movíamos ni un dedo.

Pepico parecía no oír nada. Estaba parado, delante de los vasos que quedaban, con la cabeza inclinada sobre el pecho, y me pareció que se tambaleaba un poco. De pronto, pegó una sacudida y se zampó seis vasos más. Pero estaba en las últimas. Se llevó la mano a la garganta, conteniendo las arcadas. Además, se tambaleaba atrás y adelante y amenazaba caerse. Su primo Esteban, aterrorizado, se fue para él y le acercó una silla. El otro se sentó a tientas con los ojos cerrados, puso las manos en las rodillas, levantó la cabeza con infinito trabajo y con gestos le pidió al primo que le acercara los dos vasos restantes. Pepico, sin poder abrir los ojos, se bebió el primero, le alargó el vaso vacío a su primo y cogió el último y con la mano temblándole se lo llevó a los labios. Echó la cabeza hacia atrás y se lo volcó en la boca: la mitad cayó fuera. Todos estábamos acojonados. No sabíamos si se iba a morir o no. Algunos, muy serios, se acercaron con respeto y con el alma en vilo a ver qué iba a pasar. Yo me quedé alelado cerca de la puerta con más miedo que vergüenza y entonces pasó una cosa que yo nunca hubiera esperado: Juan, “El Murciano”, que se había mantenido todo el tiempo serio, quieto y en el más absoluto silencio, se dio media vuelta y se fue para la salida. Su cara reflejaba tristeza y preocupación. Al pasar a mi lado, sacó la cartera del bolsillo de la chaqueta, contó treinta duros en billetes y me los dio.

—Ten, Manolo, y dáselos cuando se espabile.

Al minuto, oí la moto de Juan, “El Murciano”, alejándose.

Cuando me acerqué a Pepico, estaba hecho una pena. Más blanco que esa pared. No sólo estaba inconsciente y derrengado en la silla, sino completamente empapado de todo el ponche que había vomitado; por eso os he dicho que perdió la apuesta y creo que salvó la vida. Pero me quedó en la cabeza que a veces las cosas y las personas no son lo que parecen, porque ese Juan que tenía fama de arisco y mala gente, en esa ocasión fue, dentro de todo, un caballero, porque se fue a posta, antes de que el otro echara las tripas, para darle los treinta duros ¡como si él hubiera perdido! Fijaos; pienso yo que si llega a quedarse, aunque hubiera visto vomitar a Pepe, también le hubiera dado los treinta duros por lástima; pero hubiera parecido una limosna y quizás Pepe no los hubiera aceptado. O sea que, habiendo ganado, hizo como que perdió. Le cogí respeto a aquel hombre.

—¿Y qué paso luego? —preguntó el de la boina—.

—Pues que, al poco, se presentó allí el padre de Pepe con tres o cuatro más avisados por Alfredico, el de Reme, y entre todos se lo llevaron como pudieron, medio muerto, pero con los cuartos en el bolsillo. Y lo que son las cosas: ese mismo verano murieron los dos. A Pepico lo tiró un mulo y se desnucó y a Juan, “El Murciano”, ya empezada la guerra, lo sacaron de madrugada de su casa y a media mañana se lo encontraron debajo del Puente del Esparto con dos tiros en la cabeza.

jmferc43@gmail.com

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