El caballito del fotógrafo o el sueño de un niño

En este artículo, Ramón Quesada nos relata un emotivo cuento en el que, más o menos, queda reflejada la realidad de la vida, que vamos entendiendo y acomodando, inteligentemente o no, a nuestra razón. Sufrimientos y alegrías se balancean y suelen producir cierto conflicto emocional, del que conviene estar prevenido y educarse. Aceptar la evidencia de las cosas no es ninguna derrota, es una gran enseñanza que nos puede catapultar hacia el éxito. La confianza en sí mismo es la llama imprescindible para alcanzar lo inalcanzable, pero es imprescindible que la llama no se apague. Y los sueños no serían sueños si no tuvieran visos de realización.

Seguro que al niño del cuento no se le apagó la llama del sueño ¡ni durmiendo!

El cuento que voy a contaros, queridos niños, empieza en una de esas noches de feria, cuando todo el mundo se despreocupa de sus dolores y, en el regocijo de la diversión, intenta el olvido y la dicha. Vaya pues, para vosotros, el abrazo del que esto escribe y tanto os ama.

La víspera del patrón del pueblo, inauguración de la feria, el niño, un pequeñazo de tez blanca, rubiote y pecoso, había salido en las manos de sus padres para ver la cabalgata de gigantes y cabezudos; aquellos muñecos tan grandes seguidos de la chiquillería llena de alborozo.

Pero a él no le hacían mucha gracia. Lo que más le gustaba, lo que verdaderamente llamaba su atención era aquel hermoso caballo color azabache que el fotógrafo tenía en la acera, junto a su máquina de retratar. ¡Con qué envidia lo miraba! ¡Si él pudiera…!

El airecillo de Poniente traía aromas de lluvia. Juan Carlos ‑así se llamaba el niño‑ sintió un tirón y la voz de su madre que decía:

—¡Vamos, niño! ¡No te quedes embelesado!

El padre le miró comprendiendo sus pensamientos.

Juan Carlos era niño pobre. Hijo de un humilde peón de no sé qué y de una mujer ‑su madre‑ que prestaba sus servicios como limpiadora en casas del pueblo. Pero tenía, eso sí, la riqueza de una inteligencia pura y el don maravilloso de la obediencia. Amaba a sus padres sobre todas las cosas y tenía un concepto delicado y hermoso de Dios. Encontraba en los animales y en las plantas unos amigos, dignos también de su amor. Disfrutaba haciendo el bien y prodigaba sus tiernas caricias con la sencillez e inocencia de sus cortos años.

Aquella noche ‑terminado el paseo de los gigantes, y siempre con el recuerdo de aquel caballito del retratista‑, su mirada triste, al pasar por la plaza, contempló cómo otros niños jugaban muy contentos con los juguetes que sus padres les habían feriado y que a él no podían comprarle. Y daba pena: su pequeño y tierno corazón sentía las punzadas del dolor y la envidia.

Y cuando se acostó, cansado y desilusionado, siempre con la idea del caballito en su mente, no pudo conciliar el sueño hasta bien entrada la noche. Cuando lo hizo…

Mientras, en la feria, las ráfagas multicolores de los cohetes ponían destellos de color sobre los hombres y las cosas.

Había sonado el relincho de un caballo. Sí, seguro que fue el gemido de algún caballo extraviado aquello que terminaba de venir con las ráfagas locas del viento de septiembre. Del viento que tan pronto llegaba del Sur como del Norte, arrastrando las hojas marchitas de los árboles, e iban a caer al légamo aceitoso del bosque, en modo de siseo.

Se oyen a lo lejos, en el atardecer que moría, las voces de los pastores reuniendo el ganado. Se oye el arrear del mulero apremiando a las bestias; más lejos, el aullido de un perro. Se hacía de noche bajo la bóveda morada del cielo; el son del turbión se presagiaba en la atmósfera. Más allá, una mujer oxeaba a las gallinas en algún corral cercano.

La lluvia empezó a caer aprisa, deseosa de terminar su vuelo para ir a parar a la tierra, ya tan húmeda en el otoño gris que se iniciaba. Daban los goterones en la hoja muerta con peso de plomo. Cacareaban ya las gallinas en el gallinero. Alguien dijo:

—Madre, no se distingue nada. Parece que estamos sobre una nube y hasta creo que he oído un relincho.

La voz del caballo pareció venir de lejos, sin poder precisarse en la prematura noche. Era asombroso. No había ni principio ni fin. Se extendía en el bosque y la despedía los árboles; la rechazaba la entalladura primitiva de las rocas con el ruido de la lluvia.

Aumentó la furia silbadora del viento y la lluvia se hizo cortina sin transparencias. Los álamos y los pinos, tambaleantes, empezaron a cantar estrofas de penas. Salpicaba el aguazal y se escurría en los troncos; las tinieblas más negras envolvían los árboles de aquel triste bosquecillo, en mitad de los campos recién segados.

De súbito, a galope de una nube de agua y viento, se oye otra vez el bramido anhelante del cuadrúpedo. No cabe duda: es un grito de caballo quebrado por la distancia.

El temporal esparcía los haces de ramas secas por cualquier parte, arrastrándolas por el suelo, bebiéndose el agua la luz. Bajaban sábanas de agua; aire pulverizado.

Los hombres salieron ya de madrugada. Cantaban canciones a coro, más bien tristes. Toda la tierra era una masa de barro. Eran seres curtidos por el sol y el viento de los años, seres ligados a la naturaleza como las peñas y los árboles; personas que sólo entendían de tierras y ganados.

Ahora caminaban bajo la tormenta, a la que maldecían, porque no les dejaba caminar. Iban despacio y seguros; conocedores del terreno que pisaban, con sus andrajosas ropas empapadas de agua y lodo. Llevando en sus rudas manos farolillos de petróleo y palas sobre el hombro.

Habían salido porque creyeron oír el relincho de un caballo perdido, tal vez en el bosque, en aquella noche cruda y fría, recibiendo en las costillas los latigazos del agua que, entrándoles por el cuello, les corría por el pecho y el vientre, fría; muy fría.

—Puede ser en el barranco. ¡Sí pudiéramos perder de vista el bosque!

Uno había murmurado algo parecido a una oración. Quizás fuese un bostezo de frío; los demás le imitaron en este gesto indefinido, que luego sí se hizo rezo.

La manga de agua les cogía ahora y les derribaba, y así, manoteando, atravesaban el bosque. Se levantaban, se dolían, pisoteando los charcales.

De pronto, vino la luz fugaz de un relámpago. Sonó el trueno, el cielo se rasgó y apareció la luna unos momentos. Las miradas aprovecharon la luz y otearon ansiosas. Y… allí, junto al tronco de un olmo seco, junto al barranco, vieron un hermoso ejemplar de caballo, negro como la noche aquella. El animal pareció que hizo una cabriola y, al final, se quedó quieto a medida que los hombres se acercaban. La lluvia había puesto reflejos de plata sobre su lomo, y sus penetrantes ojos resplandecían como ascuas.

Uno de los hombres se atrevió a tocarlo. El caballo siguió en la misma postura; al hacerlo, un quejido, mezcla de llanto y de desilusión, salió de la boca del hombre.

—¡Es de plástico! ¡Es un caballo de juguete! ¡Es un caballo como de fotógrafo!

Efectivamente, el animal que antes parecía que se había movido, acababa de convertirse, por esas cosas que suceden en los cuentos, en un maravilloso caballito de plástico.

Los hombres vieron aquello y sus cuerpos empezaron a agitarse involuntariamente, con movimiento repetido y continuado. No era posible aquello que estaban viendo y, en el silencio de la noche, ya más tranquila, las caras admiradas de unos hombres, apoyadas sus callosas manos sobre las palas, tiritaron de sorpresa.

Uno de ellos, enardecido por las circunstancias, se atrevió a decir:

—iParece un milagro! ¿Qué hará aquí este caballo?

La tierra olía a moho y a hierbas, a escurriduras de materia mojada. Sonó la campana en la iglesia y el sol empezó a secar la tierra.

A la mañana siguiente, cuando despertó el niño, aquel sueño fantástico se había convertido en realidad, y sus maravillados ojos no daban crédito a lo que estaban viendo: allí, junto a su camita, un bonito caballo negro aterciopelado, muy parecido al del retratista, parecía mirarle con alegría. Lo cogió (apenas podía), lo besó y abrazó tiernamente, con un gozo inmenso en su alma buena. Cuando miró a su lado, vio a sus padres que le miraban a su vez, llorando de placer. Lo comprendió todo y, sin poder hablar de la emoción, aquella carita angelical sólo pudo decir:

—¡Gracias, papás!

Lucía el sol después del alba y el vientecillo otoñal traía las notas de la alegre diana que pasaba. Y, en el cristal de una ventana, en una casa cercana, un niño pequeñajo de tez blanca, rubiote y pecoso, aplastaba su naricilla contra el cristal, abrazando con cariño a su caballito negro como la noche sin estrellas.

(28‑09‑1973).

almagromanuel@gmail.com

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