Como dije en la entrega anterior, el bloque central de Ardor guerrero está constituido por la rememoración del servicio militar, la cual es cierto que no se diferencia mucho de aquellas conversaciones entre amigos que evocaban sus parecidas y presumibles experiencias castrenses. Así ocurre cuando el narrador se refiere a consideraciones de tipo general ‑formación, novatadas, ejercicios militares de diferente especie y dificultad, las comidas, etc.‑ o a la relación de anécdotas que son prácticamente insoslayables, puesto que relatan experiencias tan corrientes como peculiares a la mili. He aquí algunos ejemplos:
En el capítulo IV tenemos la narración del largo viaje del narrador‑protagonista desde Andalucía al País Vasco. Tras largas y sucesivas paradas para recoger a los reclutas de diferentes lugares, el tren se iba convirtiendo «en una enorme pensión franquista en donde éramos una multitud hacinada y turbulenta, excitada por el viaje, por la inercia del gregarismo en el que acabábamos de ingresar y que nos afectaba sin que nos diéramos cuenta, en el modo en que empujábamos para abrirnos paso, en los gritos con que alguien llamaba a un paisano que iba delante de él en el pasillo del vagón o se despedía de un familiar o de una novia».
Otro ejemplo significativo de cómo Amor guerrero cuenta lo que en común tiene la experiencia de la mili lo encontramos en el relato de la organización y utilización de ciertas formas y códigos propios a ese tipo de convivencia en la promiscuidad, los cuales se van transmitiendo y perpetuando de generación en generación: por ejemplo, la división de los reclutas en una especie de casta o jerarquía familiar que va de los “bisabuelos”, es decir, de aquellos que están a punto de licenciarse, hasta los recién llegados, denominados “nietos”. Una jerarquía fundamentada en el principio de veteranía y que proporciona a los “bisabuelos” el derecho al ejercicio de la burla, el sarcasmo y la humillación de las categorías situadas en la relación piramidal descendente. De ahí los dos tipos de modalidad de los “nietos”: la primera de ellas los inserta a los reclutas en la categoría general de “conejos”, es decir, la de los recién llegados y, por ello, sometidos al terror de las promociones que los preceden, amén de la ritual y cruel novatada de ‘bienvenida’. La segunda clasificación ‑ésta ya más psicológica y socialmente caracterizadora‑ subdivide a los recién incorporados en “empanaos” o en “amontonaos”, según la mayor o menor docilidad con que se someten no sólo a los atropellos de los veteranos, sino también a la disciplina de los cuatros militares. «Conejos, vais a morir» será la expresión de rigor que resuena con particular vehemencia en los oídos asustadizos de los “empanaos”, categoría ínfima a la que con pleno derecho pertenecerá nuestro protagonista, dado su natural acatamiento a cualquier forma de opresión.
Otros lugares comunes a la experiencia de la mili son, por ejemplo, el conseguir el difícil y sutil equilibrio que exige el arte del ‘escaqueo’; o, también, el entregarse en los ratos de alivio a determinados paraísos artificiales como son la droga, el alcohol, el onanismo o la pornografía; o, en fin, el relato de vivir no sólo en esa aludida situación de temor permanente que corroe la vida diaria del recluta, sino también el sentirse acorralado por el miedo a ser castigado, condena que puede ir del simple arresto hasta el temible consejo de guerra. El miedo a la sanción es, en definitiva, la incesante referencia durante todo el servicio militar.
Es verdad, pues, que en Ardor guerrero pasamos por todos esos lugares comunes. Pero creo, como Morales Cuesta (1), que esta narración no debe ser calificada como un simple ‘centón’ o amontonamiento de anécdotas protagonizadas por el autor-narrador; como también creo que Muñoz Molina no se limita simplemente a contar las vivencias de ‘su’ mili, sino que amplía su perspectiva mediante la narración de toda una “memoria militar”, como reza el subtítulo. Quiero decir con esto que Ardor guerrero rebasa con creces esa aspiración inherente a toda autobiografía, como es la de construir la imagen de una personalidad ‑y conste, al respecto, que la de nuestro autor queda reflejada sin ningún tipo de concesión ni pudor‑. Ardor guerrero rebasa dicha imagen, en primer lugar, porque la experiencia de la mili funciona, a mi entender, como una especie de revulsivo o de situación extrema en donde se manifiesta, a menudo de manera intolerable por excesiva, toda una serie de comportamientos y actitudes, ya individuales, ya de grupo. Porque parece evidente que situaciones como ‘soledad’, ‘humillación’, ‘miedo’, ‘aislamiento’, etc., que nos describe Ardor guerrero, no se producen solamente en el contexto del servicio militar, sino que son extensibles a toda una sociedad. Por eso, creo que sería un error, leer esta obra sólo como un alegato antimilitarista, mostrando ‑como se ha dicho‑ «la peor cara del ejército». Ardor guerrero, creo, va mucho más allá, porque nos muestra con particular agudeza las múltiples facetas de la fragilidad humana, entre las que se encuentra, por ejemplo, la predisposición a “seguir la corriente”, al “gregarismo”; la claudicación frente a situaciones injustas o la proclividad a ser absorbidos por la sinrazón, hasta convertirnos en instrumento de la misma. En el capítulo VI se dice, por ejemplo, que «[…] había quienes tenían la dedicación sincera y apasionada a la canallesca tarea del dominio y de la humillación del otro. Pero pronto apareció esa otra cara, la parte más abominable, aquello que hace que podamos ser dominados fácilmente por el miedo y la cobardía: que, al cabo de un tiempo, tú mismo le tomabas gusto a disparar la metralleta o te reías de los débiles o te parecían normales las humillaciones, puesto que todo el mundo las hacía. Todo se aprende».
(1) Manuel María Morales Cuesta, La voz narrativa de Antonio Muñoz Molina. Barcelona, Octaedro, 1996.