Helados

02-08-2012.
La tradición y bendición veraniega, en lo tocante a darle gusto al ídem, además de refrescarse, siempre la constituyeron los helados. Como los helados eran para eso en primicia, el refrescarse, pues que no se concebían helados en invierno; no como ahora que los tienes a todas horas y épocas y no hay que esperar a que Los Valencianos “abran la temporada” ahí por San José.

Y, si por lo del gusto vamos, que con tanto experimento culinario como se lleva, tanta química aplicada, tanta deconstrucción y abuso del minimalismo, pues que estamos encontrando unas cosas rarísimas hasta en este mundo que creíamos bastante limitado; helados hoy te ofrecen ¡hasta de alubias o sardina!, sabores que no me he atrevido a buscar, ni maldito si lo voy a hacer.
Cuando se abría la veda, lo primero que oíamos eran a nuestras sabias madres que nos advertían de los peligros para nuestras gargantas del exceso del consumo de helados (o polos, que luego se dirá de ellos). No había mucho peligro, esa era la verdad, puesto que el nivel económico no daba para un atracón, y sí que dosificábamos a la fuerza estas ingestas.
Aparte del inicio dicho, nosotros, los vecinillos de mi calle, teníamos un anuncio más concreto y feliz de que se empezaba la época. El confitero que tenía su obrador en dicha calle, Pepico, tenía una humanitaria y fraternal costumbre que consistía en llevarnos una muestra de su primera producción, para que la chiquillería y mayores la probasen. Así esperábamos esta donación del industrial cada inicio del calor primaveral, anuncio del veraniego.
Había otra producción menos sofisticada y mucho más barata, que era la de los polos, luego denominados sorbetes, coyotes y con la opulencia de los tiempos y las técnicas de fabricación y publicidad (hasta Iniesta, el grande, los anuncia) se les identificaría por sus nombres de fábrica.
Bien; los polos, los auténticos, eran sólo agua con colorante y saborizante, helada, congelada alrededor de un palo, que le servía de sostén. Los succionabas con fuerza y se te quedaba el hielo, blanco, alrededor del palo. A veces, metidos en las heladeras, los vendían ambulantemente, o para cambiarlos por pellejos de conejo (el Zopo) o para jugárselos a las cartas (el Chino) por una perra apostada, a la vera del mercado de abastos.
Claro que en las confiterías se vendían polos, pero algo mejores. Polos en condiciones y con más sabores, junto a las variedades de helados que cada cual elaboraba. Los de turrón, fresa, chocolate eran los clásicos; luego había alguna virguería como los de coco, espuma de limón o, para mí el súmmum, los de tutti frutti.
Entonces, las heladeras estaban cubiertas y ocultas a la vista y allí metían la cuchara de bola, grande o pequeña, para sacar el contenido y colocarlo en el cucurucho de vainilla. Era, a nuestra vista, casi misterioso y esa mano que se nos adelantaba con el cucurucho ya culminado como la de un prestidigitador. Te marchabas tan contento y avanzabas por la calle, chupetazo va y chupetazo viene, bastante distraído en el tema. La cucharilla de plástico, en general, se dejaba de lado, salvo que uno se anduviese tan pepitero y misántropo que quisiese prolongar la duración del placer utilizando tan escaso útil. Y a riesgo de que se te cayese la bola encima del traje de los domingos.
Los especialistas citados abrieron la caja de los misterios al exponer más género y variedades a la vista, para que se pudiese elegir mejor. Y también llegó el tiempo de las tarrinas, grandes, medianas o pequeñas, que sustituían a los cucuruchos. No hay duda de que eran más cómodas, obligando el uso de las cucharillas porque ahí no se iba a meter la lengua, pero se perdía el encanto del antiguo helado. Por eso, en realidad nunca se abandonó y coexisten las dos fórmulas.
El carrito del helado también estuvo presente por la época, con su limitadísimo repertorio de sabores, pero al alcance. Desapareció pronto.
Luego vimos, en las grandes ciudades, la forma industrial de elaborar y expender helados. A la forma americana. Mediante una máquina de grifos salía la masa que se montaba en el tradicional cucurucho, mas la textura de ese producto, al menos a mí, nunca me llegó a convencer, demasiado pastosa y suave: viscosa.
Ahora nos sentamos principalmente por las noches en las terrazas de las heladerías (antes no tenían) y podemos acceder a un helado tradicional, a una tarrina, a una granizada (la otra modalidad de refrescarse, siendo las de limón o café las de solera) y quién sabe qué más especialidades. Y de sabores no hablemos, pues, aparte los mencionados, los hay múltiples y hasta los podemos combinar.
Placeres sencillos. Que no permiten el sueño de lo pasado y el relajo ante tanta vicisitud actual.
¡Ah, y lo penúltimo, que te ofrecen de postre helado frito!

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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