Haciendo ángulo con el pequeño vestíbulo de la entrada, se abre una sala rectangular de un centenar de metros cuadrados. A la derecha, está la barra con media docena de taburetes y, frente a ella, hay tres mesas para cuatro clientes cada una o más, porque los asientos adosados a la pared son bancos de madera oscura. Nada más entrar, oímos decir en un español perfecto:
Era Ayumi Yoneda, la camarera. Nos estaban esperando. Del otro lado de la barra aparecieron sonrientes dos cocineros, hombre y mujer, con sus mandiles oscuros sobre camisa blanca y una cintita roja y gualda a la altura de la solapa.
Ayumi Yoneda es la segunda a la derecha.
Solo había cuatro clientes, que volvieron la cabeza hacia nosotros entre sorprendidos y risueños: una joven pareja en una mesa y dos chicas en la barra. Ayumi nos indicó la mesa reservada y en ella nos sentamos los tres. Cuando se acercó para escribir en un pequeño bloc qué deseábamos tomar, Anouschka, como si la conociera de toda la vida, le recordó:
—Pues lo que te dije el otro día por teléfono: un Pesquera para acompañar a los pinchitos de carne y un Rias Baixas para el surtido de tapas de pescado y mariscos. ¿Vale, Ayumi?
Y dirigiéndose a mí, con una mirada profesionalmente placentera, me preguntó:
—Y, mientras tanto, para abrir boca, ¿le apetece señor Lara, una cervecita con aceitunitas bien aliñadas?
Probablemente por curiosidad profesional le pregunté a Ayumi cómo se las había arreglado para hablar tan bien español. Ella, halagada, respondió:
—He seguido cursos de español durante tres veranos en la Universidad de Salamanca. Y, después, estuve un año entero recorriendo toda España. Ahora hace dos meses que volví de Andalucía. En cuanto a la cerveza, le aconsejo la marca Kirin. Es una marca japonesa y está deliciosa.
Tomando la Kirin con unas arbequinas exquisitamente aliñadas, me dije que me gustaría saber cuál era el salario de los dos cocineros y el de la camarera Ayumi.
—Papá —me dijo Anouschka—, eso en Japón no se hace; si le preguntas, se pondrá colorada y, después, se quedará muy incómoda y muda sin saber qué hacer hasta que tú le digas que no pasa nada y que no está obligada a responderte.
Desentendidos ya de nosotros, los otros clientes reanudaron sus conversaciones interrumpidas por nuestra llegada. Pude comprobar que, de vez en cuando, pronunciaban alguna palabra o frase en español, por lo cual deduje que habrían visitado España o algún país de América latina. Cuando lo hacían, me percaté de que nos miraban de soslayo. Particularmente, la joven pareja que estaba sentada al lado de nuestra mesa. Me dije que, si la ocasión se presentaba, no perdería la oportunidad de entablar con ellos una charla sobre «cosas del Japón», especialmente las relativas a la reciente catástrofe de Fukushima.
Poco a poco fueron llegando y desfilando pinchitos y tapas variadas en las que sobresalieron, además del jamón, chorizo y salchichón ibéricos (¡ay, mi colesterol!), el salpicón de mariscos, las gambas al ajillo, el pulpo a la gallega, los mejillones al vapor, el pisto manchego, las setas al ajillo y otros etcéteras que ya no recuerdo, pero que saciaron nuestra curiosidad y apetito.
De vez en cuando, entre tapa y pinchito, le preguntábamos a Ayumi acerca del negocio y pude comprobar que era una muchacha enamorada de su trabajo y que le encantaba España. Nos explicaba que el bar se llama La Masa porque todos están muy unidos; y que el patrón había ido a España a un congreso de gastronomía para informarse sobre las nuevas tapas. Cuando pensé que el «Helado con Pedro Ximénez» redondearía la cena, observé que Anouschka le hacía un guiño a alguien que yo no podía ver, porque se encontraba al otro lado de la barra.
Inmediatamente se apagaron las luces y se oyó entonar en español un «Cumpleaños feliz». Era Ayumi, que se acercaba a nuestra mesa con una pequeña tarta rodeada de velitas. Alegremente sorprendidos, los cuatro clientes empezaron a aplaudir. Todos parecían estar al corriente de que era Santa Catalina, menos yo. Suspenso y conmovido, yo no sabía qué hacer ni qué decir, fuera de repetir «Gracias, muchas gracias» y «Arigato gozaimasu». Apagué las velillas con un soplo emocionado y oí enardecidos aplausos. Entonces se volvieron a encender las luces y se oyó el inequívoco estallido del descorchar una botella de cava. Anouschka, erigida en directora de ceremonias, se levantó de su asiento y haciéndoles gestos de acogida a los cuatro clientes, les decía «Vengan, siéntense con nosotros, por favor, están ustedes invitados». Se compartieron alegría y unas botellas de cava. Anouschka se dijo que aquel momento había que «eternizarlo» y cedió la cámara fotográfica a Ayumi. Varias veces y al unísono se repitió gozosamente la palabra Kampai.
Poco después, las dos chicas japonesas de la barra se despidieron y agradecieron la invitación mediante las usuales reverencias y repitiendo «Arigato, Sayonara, Adiós y muchas gracias». Los cocineros volvieron a su quehacer y nosotros nos quedamos con la joven pareja. Él se llama Manabu Murata y es ingeniero en física nuclear; y ella, Noriko Sugimoto, estudiante de la «Kyoto Women’s University». No podía yo desaprovechar la ocasión de informarme acerca de las consecuencias del devastador tsunami.