Manuel Valenzuela Moreno es antiguo safista, componente de la Promoción de 1966 de Magisterio. No es asociado nuestro, pero me ha enviado un artículo para que se lo publique en nuestra página web.
Fruto del último viaje a Alemania, para ver a mi hija, te envío este microrrelato de recuerdo cariñoso de mi paso por Úbeda. Un abrazo.
Es norma de nuestra asociación no publicar artículos de los que no están asociados. De todas maneras, si te parece bien, te hago una introducción y procedo a la publicación de tu interesante artículo. Espero tu respuesta. Un abrazo. JM.
De acuerdo José María, me parece bien. Un abrazo.
Me encuentro en el aeropuerto de Barcelona con destino Berlín. Mi mirada se detiene en la riada multirracial y multicultural de viajeros que desfilan delante de mí en un ir y venir continuo, sin perder ojo a su equipaje, con el ronroneo de acompañamiento de sus maletas. De inmediato, surge y se actualiza en mi memoria el recuerdo de una experiencia vivida de carácter extraordinario que en esos instantes comienzo a darle forma de borrador provisional y ahora, pasados unos días, os lo muestro definitivo con gusto. Lo quiero compartir con vosotros que fuisteis también testigos de esta historia.
De niño observaba con inusitada atención el rito de hacer la maleta en mi casa, cuando algún miembro de la familia iba a llevar a cabo un viaje breve. Seguía con mirada atenta a mi madre, al dirigirse al dormitorio. Allí, encima del armario aparecía misteriosa y recostada la maleta. De inmediato, me ofrecía para llevarla al comedor, en cuya mesa iba a tener lugar la ceremonia de apertura. Un paño pequeño y aseado limpiaba de polvo el objeto de mi devoción cuya superficie era bastante dura, con chapitas doradas de protección en sus esquinas y llave pequeñita de cierre. Al abrirse, olía a universo arcano y solitario. Mostraba una gran oquedad con forro de tela frágil ante mis ojos infantiles. A continuación, estático y mudo, miraba los movimientos precisos de las manos maternales, colocando en orden meticuloso la ropa del viajero. ¡Cuánta indumentaria cabía en los límites estrechos de aquel sancta sanctorum!
Un día tuve la suerte de convertirme en el personaje viajero al estrenar mi primera y deseada maleta, mientras me dirigía a la hermosa y descuidada estación de ferrocarril de la Estación de Córdoba o Antigua Plaza de Armas de Sevilla. Allí, saludaba a mis compañeros de internado que, con sus respectivas familias y entre abrazos emocionados, portaban también sus austeras maletas en nuestra inexorable despedida temporal estudiantil, camino de Úbeda.
Mi fiel maleta, pacífica y silenciosa, dormía plácidamente debajo de la cama de las gélidas camarillas de la Siberia metafórica del internado, del dormitorio colectivo o del pequeño cuarto juvenil. Animosa, se desperezaba cada semana al recibir la talega con la ropa limpia que las hermanas de la congregación religiosa nos entregaban con exhaustiva puntualidad. En alguna ocasión, mostraba su alegría al recibir una caja olorosa de zapatos, en cuyo interior mi familia me enviaba alguna longaniza con la que alegrar mi estómago y mi vida de adolescente lejano. Manteníamos en todo momento una comunicación y relación continuas. Siempre permanecía cerca de mí. Sentía su presencia incluso durante el sueño nocturno. Notaba el contacto de mi cuerpo contra el suyo, a través del desvencijado somier hundido sobre su pacífica tapa. Tampoco se enfadaba cuando introducía, a veces, mi ropa de forma desordenada, como consecuencia de las prisas a las que me sometía el horario estricto y preciso del colegio.
Llegaba el verano y, con el ansiado final de curso, la notaba algo nerviosa. En efecto, la abría y cerraba con la selección y el orden de mi somero equipaje de vuelta a casa. En la noche del inicio de las vacaciones de verano, de madrugada, ordenada y promiscua con el resto de las maletas de mis compañeros de estudios, descansaba en el gran cajón trasero del camión que nos llevaba a la estación de ferrocarril Linares-Baeza. Alegres y nerviosos nos sacudíamos el frío, mientras esperábamos la llegada del expreso Madrid-Cádiz que, horas más tarde, se detenía delante del andén. Con billete colectivo y ayudado por un compañero de los últimos cursos del colegio, ocupábamos los departamentos de madera de los últimos vagones de tercera clase del vetusto tren. De nuevo, sobre nuestras cabezas se veían pesadas y tranquilas las inconfundibles maletas. En cada parada del trayecto, desde las ventanillas, veíamos despedirse a algún compañero con su inseparable maleta, con esa mirada incierta de hasta el próximo curso.
Otras maletas me han acompañado en la vida con distinto discurso, experiencia, diseño, tamaño y función. Las he utilizado con diversos materiales, colores, soportes, rodamientos, alturas, etc.; mas, la primera y única maleta de estudiante, la compañera fiel de penas y alegrías de mis primaveras adolescentes y juveniles de Úbeda, destaca por encima de todas. Las otras, efímeras, contingentes y accidentales han sido flor de un día. Ella, única, necesaria y esencial está ahí siempre con su aura inconfundible de acompañante permanente al margen de la diacronía. Acude solícita y presta desde su otra vida atemporal al imborrable recuerdo de la memoria y de la irreprimible emoción. No es una maleta. Es la única maleta posible: la maleta de mi vida.
Manuel Valenzuela Moreno.