Viaje al «Imperio del sol naciente», 09

04-03-2012.

Sí fue un día especial el día siguiente, fiesta de santa Catalina. Primero, porque hubo que levantarse un poco antes con objeto de preparar las maletas, puesto que por la tarde viajaríamos a Kioto, la llamada ciudad imperial. Y segundo, porque a mediodía los tres teníamos cita con Joji, en un restaurante del céntrico barrio Ikebukuro, adonde se encuentran los impresionantes rascacielos de la alcaldía de Tokio, obra ‑me contaría después Joji‑ del arquitecto Tange Kenzo.

Durante el largo trayecto en metro, pude comprobar lo que el día anterior fue sólo una impresión: que los japoneses son gente muy disciplinada y yo diría incluso que obediente. Nadie sube a un vagón sin que se haya apeado el último pasajero y un silencio casi monacal reina en los vagones, porque los viajeros o duermen o consultan sus correos electrónicos. Pude observar también que algunos de ellos llevaban mascarillas respiratorias. Al respecto, le pregunté a Anouschka si era para protegerse de las posibles radiaciones debido a la catástrofe de las centrales nucleares de Fukushima.

—No papá —me contestó sonriendo, seguramente para tranquilizarme—; es simplemente gente que está resfriada y no quiere transmitir microbios a los demás.

«Vaya delicadeza y deferencia cívica», pensé.

Cuando entramos en el restaurante, Joji y su secretario Shinsuke estaban allí. Ya me había avisado Anouschka de que Joji, como buen japonés, artista y adinerado, es un sibarita en cuestiones gastronómicas. Es verdad que su familia se trasladó a Viena cuando él tenía sólo seis años y que su educación y cultura son europeas; pero lo cierto es que, para Joji, Japón sigue siendo su patria y que en materia culinaria es cien por cien japonés. Y, sin embargo, la entrada a la sala del comedor propiamente dicho era tan discreta que no me pareció corresponder a las refinadas exigencias de nuestro amigo. Pero, una vez más, me equivocaba.

Hay en Japón (o, al menos, en Tokio) pequeños restaurantes cuya singularidad consiste en que el chef es especialista sobresaliente en un tipo de comida. Es como ir a un peluquero, cuya especialidad es tal o cual corte de pelo; o a un cirujano, cuya especialización es equis. Tal peculiaridad implica, para el cliente, el deber reservar con unos días de anticipación la fecha y la hora del ágape y para cuántas personas. Lo primero, para poder garantizar una de las reglas de oro de la cocina japonesa, a saber, la frescura y lozanía de los alimentos; y segundo, porque, a veces, el chef no suele preparar su especialidad para más de ocho clientes simultáneamente. Y nosotros éramos cinco.

Mi sorpresa consistió esencialmente en ver que del otro lado de la barra estaba la cocina con sus cachivaches, y el chef dispuesto a satisfacer nuestro requerimiento, que en este caso concreto era la comida llamada tempura. Una de las versiones del tempura ‑que es la que nosotros habíamos elegido‑ consiste en una especie de buñuelos rellenos de variadas legumbres, gambas y pescados diversos, que el chef envuelve en una pasta finita y crujiente. Una vez preparados los buñuelitos delante de nosotros, el chef los fríe y luego los remoja en una salsa llamada tsuyu, mezclada con jengibre raspado y rabanitos blancos.

La operación se iba repitiendo en función de los deseos de los clientes, a quienes el chef servía en preciosos cuencos de diferentes tamaños, formas y coloridos. Dentro de este marco general del Tempura, el nuestro tuvo tal variación ‑y en ello consistía realmente la especialidad del chef‑ en ingredientes, fruición de sabores, toques de olores y pinceladas de colores que el banquete duró más de tres horas. Entre otras cosas, también, porque a los japoneses les encanta la conversación y más si está rociada con buen saqué. Y entre kampai y kampai aproveché la ocasión para preguntarle a Joji y a su joven secretario Shinsuke acerca de tradiciones y modos de vida japoneses.

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