La mendicidad

03-03-2012.

Desde que el mundo es mundo, siempre ha habido pobres y ricos: más de aquéllos que de éstos. Pobres de espíritu los ha habido y los hay en todas las capas sociales; pero yo no me refiero ni me voy a centrar en estos pobres, porque ésos ya tienen asegurado el Reino de los Cielos. A los que yo aludo, son esos desheredados de la sociedad, que no poseen nada material que les asegure, por lo menos, algo con qué sustentarse… y tienen que ejercer la mendicidad.

La mendicidad, como todas las cosas de esta vida, ha sufrido una transformación y creo que a mejor.

Cuando era niño, veía parejas de ancianos que, con andar trabajoso y pausado, iban de casa en casa implorando la caridad:

—¡Una limosna por Dios! —era el reclamo que, con voz temblorosa y cargada de pena, con gesto de abatimiento y resignación, musitaban—.

Esos pobres lo admitían todo: desde un mendrugo de pan hasta cualquier prenda de abrigo o calzado. Eran verdaderos pobres en toda la extensión de la palabra.

Me acuerdo de aquellos tiempos de mi infancia en que pasó por aquí una familia de pobres trashumantes. La componían los padres y varios hijos de mi edad y más pequeños. Tanto los padres como la nutrida prole cubrían sus carnes con ropajes andrajosos. ¡Qué lástima despertaban en mí cuando, en pleno invierno, iban completamente descalzos! A pesar de su extremada pobreza, los veía sonreír y entre los varios chiquillos se daban bromas y hasta jugaban; parecía que el drama y el problema en el que estaban inmersos no les afectaba.

Los padres, con los más pequeños, hacían un grupo y, con dos o tres mayores, otro. Hablaban muy fino. Yo, en mi ignorancia imaginativa, no concebía que esos niños que tan bien hablaban fueran pidiendo limosna. Los pobres que conocía, pues a diario los veía pedir en los canceles de las iglesias, hablaban mal; o mejor dicho, hablaban como yo, como los demás de mi pueblo.

La forma de pedir era muy peculiar. Lo hacían cantando. Otra cosa que me admiraba. El cantar es sinónimo de alegría, pero yo no concebía muy bien que su pobreza fuera motivo de alegría. Un día les seguí en la calle Montiel y vi cómo llamaban en la primera casa, entrando por el Convento de las Descalzas. Allí vivía la señora de Pasquau. Tiraron del tirador y la campanilla empezó a vibrar, anunciando la llamada. En ese instante, los tres hermanos empezaron su cantinela:

Si usted me da una limosna
le canto con alegría
las penas de san José
y de su esposa María.
San José se fue por leña
mientras la Virgen paría.
Parió un niño tan hermoso
como los rayos del día.

Esa original forma de pedir movía a las personas piadosas y les daban muchas limosnas. Les seguí y llegaron a varias casas más de esa calle, como las de don Ricardo Bajo, don Diego Díaz Madrid, don José María Arce y otros más.

La constitución de esos pobres niños era fuerte y, en su semblante, lucían unos sonrosados colores a pesar de criarse con el pan nuestro de cada día, ese que les daban de caridad. Lo mismo que un día aparecieron, otro desaparecieron sin que nadie les echara de menos. Yo sí me he acordado a veces y no concebía ni concibo cómo podían andar descalzos.

Al principio decía, «La mendicidad, como todas las cosas de la vida, ha sufrido una transformación a mejor». Hoy ya no se ven esos pobres harapientos y desnutridos.

Gracias a la Constitución, leyes y decretos que, desde el final de esa guerra absurda que nos separó, han ido emergiendo, esos pobres se han erradicado. Las personas mayores disfrutamos de una Seguridad Social que nos cubre las enfermedades, y una paga que nos hace ver con confianza el futuro, aunque haya ciertas desigualdades.

A pesar de todo, se sigue viendo, en las iglesias y por las calles, mendigos que imploran la caridad, a veces exigiendo. Son personas jóvenes; van bien vestidos, ya no piden una limosna por Dios:

—¡Dame para un cafelillo!

Otros:

—¡Dame para un bocadillo! —éstos, menos radicales—.

Si les das dinero, mejor que mejor. En plena recolección de aceituna, me he topado con gente joven que ejercía la mendicidad, mientras los patronos aceituneros se las veían y se las deseaban para encontrar gente para formar una cuadrilla. He visto casos muy concretos: personas que te han pedido una limosna en un lugar y, después, a esa misma persona la he visto fumándose un habano, sentada en una terraza, saboreando una rubia cerveza fresca.

Yo opino que hay unas organizaciones humanitarias que están al tanto de los problemas que hay en nuestra sociedad y que palian lo mejor que pueden esos problemas que, a pesar de todo, surgen.

Si quiere contribuir con su óbolo a esas organizaciones de caridad, hágalo; pero no por su cuenta, pues de esa manera es contribuir al desarrollo de la picaresca, que es una forma lucrativa de la mendicidad de hoy.

fsresa@gmail.com

 

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