Escrito por Dionisio Rodríguez Mejías.
¿Habéis asistido alguna vez a esas cenas líricas que se organizan en los hoteles, para que las señoras luzcan sus mejores galas y de paso cobrarnos un pastón? ¿Verdad que la cena generalmente no es gran cosa? En cambio, todo el mundo sale del comedor con expresión solemne; los hombres, con sus trajes oscuros y sus puros enormes; y las señoras, con sus vestidos vaporosos, luciendo pechuga y echadas para atrás, con aire rumboso y altanero, hablando de lo bien que ha cantado aquel chico tan guapo de la melena.
Como nuestras cenas no eran muy decentes, pensó don Jesús que, con una pizca de ingenio e imaginación, podrían convertirse en actos inolvidables. Y ya que era inevitable que nos fuéramos a dormir con el estómago casi vacío, intentó que el alma, al menos, reposara satisfecha y rebosante de ritmos e ilusiones de juventud.
A eso de las nueve de la noche, llegábamos al comedor, dábamos gracias por los alimentos que íbamos a tomar, que eran lentejas de primero y, los jueves, tortilla de patatas, y nos sentábamos en silencio. Un alumno subía al púlpito, situado al fondo de la estancia, y tras unos ligeros carraspeos y los lógicos momentos de vacilación, declamaba una poesía, con toda la pasión y el sentimiento de que era capaz. Declamar no era decir las palabras de forma natural, como las dice todo el mundo, sino en voz alta, ahuecando la voz y poniendo el mayor énfasis, como un tribuno romano arengando a sus escuadras.
José María Ruiz Vargas, nuestro entrañable Catedrático de Psicología, recuerda que a él le tocó recitar a Juan Ramón Jiménez:
Ya están ahí las carretas…
(Lo han dicho el pinar y el viento,
lo ha dicho la luna de oro,
lo han dicho el humo y el eco…).
Son las carretas que pasan
estas tardes, al sol puesto.
Las carretas que se llevan
del monte, sus troncos muertos.
Todos escuchábamos, en silencio, con respeto unas veces; y otras, intentando ocultar una sonrisa. Cuando terminaba, el rapsoda bajaba del estrado orgulloso por la actuación y aliviado tras haber superado el compromiso. Luego, el inspector nos concedía permiso para hablar y empezábamos a conversar con nuestros compañeros de mesa, pero… ¡en francés!
—Posiblemente, al principio os costará un poco de trabajo; pero pronto conseguiréis gran fluidez y soltura —nos había asegurado don Jesús.
Si difícil era declamar ante los compañeros, no lo era menos pensar frases en francés, mientras nos esforzábamos en tragar las lentejas o la tortilla de patatas. Para calentar motores, recurríamos a estructuras que sabíamos de memoria y que adaptábamos a la situación. Todavía recuerdo una poesía del libro de francés que más o menos decía:
J’ai faim: vous qui passez daignez me secourir.
Voyez, la neige tombe et la terre est glacée.
J’ai froid: le vent se lève el l’heure est avancée…
Et j’ai ne rien pour me couvrir.
A partir de estos versos íbamos construyendo oraciones sencillas, intentando que la conversación fuera lo más animada posible. Como en la mesa del pobre florece el sentido común, cuando un compañero decía J’ai faim, el otro respondía Moi aussi. Y de esta forma, de una expresión se pasaba a la siguiente y algunas conversaciones alcanzaban un estimable nivel de brillantez. Hace unos días hablaba con José María Ruiz Vargas y entre los dos recuperábamos algunas de aquellas frases:
—¿Que c’est que nous avons pour souper cette nuit, monsieur?
—Comme chaque semaine, nous avons lentilles pour souper.
—¡Ah, oui! ¡Quelle mémoire, la mienne!
—¿Et pour le second plat?
—Comme chaque jeudi, pour le second plat, omelette espagnole.
—C’est magnifique. ¡Une autre surprise!
Y al final, algún gracioso, cansado de pensar frases en francés, tiraba por el camino de en medio y se cargaba la conversación con una pregunta:
—¿Et quand est que nous pouvons souper grillade d’agneau avec de langoustines a la fleur du sel?
Y él mismo contestaba:
—Esta noche… ¡No! Y mañana… ¡Tampoco!
Dice Camilo José Cela que la memoria no es plana, como el culo de una sartén, sino que va haciendo vueltas y revueltas, vientres y nodos, altos y bajos, cumbres altaneras e incluso simas espantables, a veces. Yo creo que es verdad, porque ahora se me amontonan recuerdos que ni había pensado, cuando empecé a escribir. Aquel año mis compañeros de mesa fueron Juan Bejarano y creo que Juan Cabrerizo, Pedro Tapia y Manolo Verdera.
También me viene a la memoria una anécdota que seguramente no recuerdan ni sus protagonistas, pero que es absolutamente cierta. Saliendo una noche del comedor, coincidieron José del Moral, Paco Orellana, que por entonces lucía una melena lisa peinada hacia un lado, y Alfredo Rodríguez Tébar, que era un muchacho serio y de pocas palabras. Alfredo, dirigiéndose a Orellana, le dijo:
—Cuando seas mayor, deberías dejarte crecer un bigote pequeño y te asombrarás al ver a quién te pareces.
Y se marchó, dejándonos con la duda. Como no daba con la respuesta, días más tarde le pregunté:
—¿A quién se parecerá?
Alfredo me miró con su invariable aire de superioridad.
—A Hitler —dijo. Y se quedó tan ancho.
Hace poco, a causa de unas “Reflexiones garbanceras”, Alfredo y Del Moral se enzarzaron en una polémica que, como no podía ser de otra forma, sirvió para renovar su afecto y su amistad. De haber recordado esta anécdota, hubiera terciado en la contienda con ella.
Mientras voy escribiendo, imagino a Juan Bejarano, sentado delante de mí, sonriente, con sus ojillos alegres y vivarachos; a Juan Cabrerizo sereno y señorial; a Pedro Tapia, escultura de músculo y de bronce; a Manolo Verdera, atento siempre a que alguien tuviera una ocurrencia que diera mucha risa; a Paco Orellana, ingenuo y amable; a Ruiz Vargas, con su alma tierna y el corazón a punto, declamando aquellos versos de Juan Ramón:
Los bueyes vienen soñando
a la luz de los luceros,
en el establo caliente
que sabe a madre y a heno.
Veo también a José del Moral, espíritu de azogue, coleccionista de libros, de pájaros y plantas; a Alfredo Rodríguez, serio y distante, con su alma múltiple, hecha para pensar y no para fingir ni conceder. Y, paseando entre las mesas del comedor, a don Jesús, aquel hombre de alma gigantesca y profunda, como un pozo de agua alegre y soñadora.
N. B. Todos los asociados que adivinen el nombre del aristócrata que encabeza el escrito, serán obsequiados con una cena, en el Parador Nacional de Úbeda, compuesta de lentejas de primero y de segundo tortilla de patatas (omelette, en francés).
Barcelona, 22 de marzo de 2009.