Un puñado de nubes, 101

30-11-2011.

 

Las palabras de Alfonso le dolieron a Maurice, porque denotaban un desconocimiento total de la situación en que se encontraba. Pero no se las reprochó porque, en el fondo, sabía que Alfonso tenía razón. La fuga de Angelo con Rosalva lo dejaba una vez más sumido en esa soledad desatendida a la que no lograba acostumbrarse ni sobreponerse. Tenía además la intuición de que, esta vez, la escapada de Angelo presentaba indicios de abandono duradero, porque nunca, desde que conoció a Rosalva, lo había tratado con semejante frialdad. Cuando Maurice hablaba con él, no lo miraba a los ojos o lo hacía con una distante actitud de despego. Maurice estaba convencido de que la presencia de Rosalva había transfigurado la vida de Angelo.

 

Como la anciana madre de Indalecio empezaba a emitir dulces ronquidos, León y su hijo Juan decidieron llevarla en el coche a su casa. Mientras Alfonso los acompañaba hasta la calle, Maurice inspeccionó, una por una, todas las habitaciones de la parte alta del palacete. Nada. Angelo y Rosalva debían haberse fugado por aquella misma puerta trasera que la peruana utilizó para despistar a la gente del mafioso Corleone.

 

Media hora después, Maurice pagaba al taxista y entraba angustiado en el hotel Colón. El recepcionista le entregó un sobre con una esquela manuscrita, en la que Angelo se despedía de él por tiempo indeterminado: «Ho trovato il vero amore e la felicità. Addio Maurizio». Angelo había escrito «addio» en vez de «ciao». Maurice había comprendido el mensaje. En su rostro se dibujó un rictus de amargura y consternación. Estrujó la esquela en el hueco de la mano y la arrojó a la cercana papelera. Salió a la calle y, como si transitara por un túnel de silencio, descendió por San Pablo y Reyes Católicos hasta orillas del Guadalquivir, mientras repetía como un autómata: «Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir…».

 

A la izquierda se erigían las luces de La Maestranza. El silencio era total, quebrado a veces por el ruido de un coche que subía por la calle Arjona. Eran las tres de la madrugada. Bajo el Puente de Triana, el río Guadalquivir tenía una textura oleosa y la corriente arrastraba con lentitud ramas de arbustos envejecidos. Llegó a la orilla y le pareció que la profundidad del agua inmóvil hacía más denso el silencio. Dio unos pasos y se quedó quieto al filo del agua, mirando sin melancolía su difuminado reflejo. Conforme avanzaba paso a paso, notaba que los pantalones y luego la chaqueta se iban adhiriendo con frialdad a su cuerpo. En el pecho, sintió que el agua estaba helada. Los párpados se le contrajeron como dos almejas, cuando tocaron el mínimo oleaje. «Nuestras vidas son los ríos…», pensó por última vez, y fue perdiéndose lentamente en la neblina del Guadalquivir.

 

Al día siguiente, el cuerpo de Maurice apareció flotando en el río, cerca del Puente de Las Delicias, enredado en secos matorrales que arrastraba la corriente. La policía encontró en un bolsillo de la chaqueta la llave electrónica del hotel Colón y preguntaron en la recepción a qué huésped pertenecía. Inmediatamente después, trasladaron el cuerpo al Anatómico Forense del Hospital Macarena, para que allí se realizaran las investigaciones protocolarias.

 

La fiesta de la boda civil de Indalecio con Amalia había dejado en Alfonso un sentimiento de profunda satisfacción. En cambio, la despedida de Maurice, con un apretado y lloroso abrazo, dejó a Alfonso tan preocupado que apenas pudo conciliar el sueño. A media mañana del día siguiente, intentó varias veces sin éxito ponerse en contacto telefónico. Aunque no se sentía muy bien, optó por acudir al hotel Colón. Como el recepcionista pensó que no estaba capacitado para responder a las preguntas de Alfonso, llamó al director, el cual le explicó que, efectivamente, el cadáver encontrado bajo el puente de Triana era el del señor Maurice de Rougemont, cliente que ocupaba el ático sexto de cuatro habitaciones con vistas a la Real Maestranza, a la Torre del Oro y al Barrio de Triana.

 

Alfonso cortó la información propagandística del director, preguntándole ásperamente dónde se encontraba el cadáver de Maurice; y, unos minutos después, se encontraba ante el cuerpo de su amigo, tendido en una mesa, cubierto con un lienzo blanco. El policía destapó el lienzo a la altura de la garganta para la identificación. Alfonso pudo ver el rostro tumefacto de Maurice, con los ojos hinchados y los labios violáceos. La cara tensa tenía un extraño rictus liberador. Alfonso contempló el cadáver durante un momento y no pudo evitar que un grueso nudo le oprimiera la garganta; y que unas furtivas lágrimas le rebosaran los ojos. Sintió un fuerte dolor en el pecho, pero supo sobreponerse.

 

Alfonso volvió al atardecer, al palacete, con una opresión en el pecho que empezó a preocuparle. No había comido a mediodía ni le apetecía salir a cenar. Tampoco deseaba por el momento contarle a León lo ocurrido. Pensó, y así lo hizo, que su obligación primera era telefonear a la familia de Maurice, para que se pusiera en contacto con el consulado de Francia, con objeto de agilizar los trámites de la repatriación del cadáver de su amigo.

 

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