Escribo estas líneas en la mal llamada “jornada de reflexión” preelectoral.
Y reflexiono, no sobre cuál será el sentido de mi voto (que, como la gran mayoría de los ciudadanos, a estas horas, ya lo tienen más que determinado), sino sobre lo que será “el día después”. Que, verdaderamente, nunca será tal como nos lo habían prometido.
Pues este día, después, será igualito al anterior, a los anteriores (me refiero a la gran mayoría de los ciudadanos de este país y de los restantes), y acá se verá que da lo mismo que se prometa un milagroso cambio, con efectos supuestamente inmediatos, porque no será así, ni lo podrá ser en mucho tiempo. Y, si se nos ha querido vender la burra como cebra africana, pronto se despintarán las manchas y aparecerá la cruel realidad. La que existe desde hace años.
La que nos dice que, manden quienes manden aparentemente en un país, quienes manejan el país, los países y a sus mandatarios, más o menos serviles y domesticados, son los capitalistas (que además ya tienen a sus peones en puestos de mando, como salvadores tecnócratas). Que quienes hacen y deshacen, y deciden a quién cargarse, pase lo que pase, en uso de sus prerrogativas y de las estructuras que los benefician, son los dueños y señores de esos mortíferos instrumentos de su poder: los mercados, las bolsas, la banca, los cárteles y conglomerados empresariales y societarios; los paraísos fiscales, donde se refugian con todos sus haberes y sus clubes selectos, donde deciden las jugadas maestras que llevar a cabo. Esos son en realidad quienes, hayan salido votadas o no una u otras opciones, seguirán haciendo lo que les convenga. Y ahora les conviene acabar con España, como con toda la estructura de Europa, en principio, económica y también política.
Los que han prometido, a sabiendas de que mienten, verán muy pronto el resultado de sus falacias. Porque los votantes podrán ser unos papanatas crédulos, pero la fe es como todo: con ella no se come; y, siguiendo en la tesitura económica en que nos encontramos, pocos van a verse saciados. Que las cargas seguirán pagándolas los trabajadores en sus nóminas: reducciones de sueldos, más impuestos (los que las tengan); en sus trabajos y horas dedicadas a los mismos (se les exigirán más horas por igual o menor salario); en sus convenios y contratos laborales (que de hecho casi desaparecerán o quedarán al albur de los empresarios); en la continuidad de los despidos (pues si se les contrata siempre será en precario); en la radical disminución de servicios, sobre todo de los llamados “sociales”, por no atenderse a sus costes.
Los gobiernos de toda clase y condición (locales, etc.) verán que no crecen sus ingresos y que, además, deben seguir abonando las deudas contraídas, más sus intereses anejos; y que esos llamados mercados, insaciables, les sacan de apuros, prestándoles capital sólo para poder afrontar esas deudas contraídas. Y así, seguir endeudados.
Que se seguirá viendo a los particulares y a las familias con menos ingresos y más deudas; y a los bancos apretándoles, para que no aumente el número de morosos (y que ellos tengan menos beneficios). Veremos que, pese a la ampliación de la edad de jubilación (aunque sea a tramos), la llamada productividad no se va a conseguir (muy al contrario); y el saneamiento de las arcas de los pasivos no se logrará (entre otras cosas porque, quienes debieran contribuir a las mismas, los jóvenes trabajadores, van a seguir sin trabajo).
Y que, de todo esto, tener alguna solución no traumática será a largo plazo, estén quienes estén al mando de la nave española. Y, de venir esa solución o esas soluciones, será o deberá serlo de manos de las instituciones europeas que, al fin, se decidan a creer en que existe Europa, no sólo para ser exprimida de unos hacia los otros (los que van bien, en apariencia, acabando con los que van o vamos mal), sino para crear un verdadero espacio político y monetario, social y económico único, con mando unificado, con voz unificada y con posibilidad de respuesta internacional potente. Es en Europa y no en España donde está el problema; y los cantamañanas preelectorales lo saben bien.
Mientras no se entiendan las cosas así (o no se quieran declarar), tratarán de ocultar su necedad, dedicándose a maniobras de distracción resultonas, como alterar leyes ya existentes, o simple y llanamente derogarlas; hacer mucho ruido y aspaviento, si no les siguen en sus votaciones los demás (acusaciones habrá y muy pronto de falta de consenso, de colaboración, etc.); montar tingladillos nacionalpatrioteros frente a los otros de iguales guisas; alegrarle la vida a sus grupos de presión interna con más concesiones; etc.
La fuerza de los nuevos gobernantes deberá estar dirigida hacia el exterior, hacia Europa principalmente y en el sentido descrito. Que arreglando lo uno se obtendría resolución para lo otro: lo interno. Mas ello no se hará así.
Así que, en el día después, nos encontraremos con las excusas, los llantos, las acusaciones de lo que se les dejó, pero nunca con la valentía del torero que dice «¡Dejadme solo!», y se va allá, al centro de la plaza, a lidiar con su problema, él solito. No los creo yo tan gallardos como para eso.