Un puñado de nubes, 100

28-11-2011.

 

Transcurrido un tiempo prudencial para que todos se saludaran y conocieran, Alfonso hizo una señal al jefe de servicio que anunció:

 

—Señoras, señores, cuando deseen pueden pasar al salón comedor: se va a servir la cena.

 

—¿Después de lo que hemos comido vamos a cenar? —preguntó a Indalecio su madre a media voz—. Hijo, estos ricos no saben lo que son las privaciones. Con lo que se han gastado en esta noche podríamos vivir un año entero.

 

La mesa estaba montada con un primor exquisito. Elegante y sencillo, pero sin descuidar ningún detalle. Todo el servicio lo había instalado la misma empresa de catering: manteles color blanco roto y servilletas malvas, cubertería de plata, vajilla de La Cartuja, cristalería labrada, dos candelabros de cristal de Bohemia a cada lado del centro de flores y, junto a los cubiertos, una tarjeta color hueso que tenía estampado el menú de esta manera:

 

AMALIA E INDALECIO
FELICIDADES
Menú:

Primero: Salmorejo cordobés servido en cuenco de hojaldre a la parmesana con dados de jamón ibérico de Los Pedroches.

Segundo: Roulé de pularda con crema de puerros y castañas sobre fondo de pétalos de rosas de otoño.

Postres: Sorbete de pérsimon con cabellos de tres chocolates. Tarta de nata y frutas del bosque. Surtido de pastelillos árabes con Pedro Ximénez.

Bebidas: Vinos de Ribera del Duero, blancos, rosados y tintos. Licores variados y champán.

 

 

 

Todos tenían su sitio asignado. La cabecera de la mesa la ocuparon los novios. En el extremo opuesto se situó Alfonso, frente a la puerta de entrada para estar pendiente de que el jefe y las camareras, a una señal suya, cumplieran al momento todas las indicaciones que ya les había hecho antes de comenzar la fiesta. En un lateral, Alfonso colocó a Rosalva en el centro, entre Maurice y Angelo; y, en el otro, a la madre de Indalecio, también en el centro, entre León y su hijo.

 

Maurice, Angelo y el propio Alfonso se movían entre tantos cubiertos y platos con suma naturalidad. La madre de Indalecio se sentía torpe y abrumada. Pero, poco a poco, la reunión se fue haciendo más distendida. Todos hablaban con todos. Angelo no dejó en todo momento de rozar su muslo con el de Rosalva, tan próxima. Más de una vez, discretamente, le dejó unos instantes su mano sobre ellos. La muchacha, espléndida y chispeante por el champán del aperitivo y los vinos de la comida, no rechazó aquellas insinuaciones. Se sentía más bien halagada. Y llegó un momento, ya en los postres, en el que ella misma, disimuladamente, bajo el mantel, buscó el muslo de Angelo para acariciárselo.

 

Al partir la tarta, Amalia ‑ya encendida‑ e Indalecio ‑con su rostro iluminado por la emoción y las bebidas‑ dedicaron unas palabras entre lágrimas:

 

—Jamás pensé vivir un momento semejante. Esto es un sueño. Gracias a ti, León, por todo —y dejó Amalia caer la palabra todo con intención cómplice—; y a ti Alfonso, por este obsequio generoso que nunca podía imaginar.

 

La aplaudieron todos. La madre de Indalecio, amodorrada, lloraba dentro de su pequeñez.

 

—Espero que todos ustedes sean tan felices siempre, como yo lo soy en estos momentos. Amalia y yo les estaremos eternamente agradecidos y no olvidaremos nunca este día —remachó Indalecio aturdido por la emoción—.

 

Alfonso se levantó y reclamó unos instantes de atención a los comensales. Alzó su copa de champán y pidió:

 

—Queridos amigos: en estos momentos el sentido de la vida parece tener una justificación. Dichosos Indalecio y Amalia por haber encontrado además el amor. Os pido que levantéis conmigo la copa para brindar por ellos: por Amalia —continuó con todos en pie, menos la madre de Indalecio que no pudo alzarse—, por Indalecio, por nosotros y por la vida que pasa ante nuestros ojos tan deprisa.

 

Se hizo un silencio tenso, después de las palabras de Alfonso. Bebieron y, de pronto, Rosalva, gritó:

 

—¡¡Vivan los novios!! ¡Que se besen!, ¡Que se besen! —y miró con descaro a los ojos de Angelo que, sin reparo alguno, besó largamente en la boca a la muchacha peruana, ante el disgusto manifiesto de Maurice—.

 

De nuevo sonó el vals número dos de Shostakovich y Amalia sacó a bailar a Indalecio. Pegados el uno al otro, se besaron al compás de la música. Indalecio jamás había bailado y sus movimientos eran torpes. Al poco, se unieron a la pareja Angelo y Rosalva, que parecía flotar sobre la alfombra del salón. Maurice, con gesto contrariado y compungido, se retiró inadvertidamente del salón. Al acabar la música, Alfonso se acercó a Amalia e Indalecio y les dijo:

 

—Esta noche tiene que acabar por todo lo alto para vosotros. Fuera os espera un coche que os llevará al hotel Inglaterra. Tenéis reservada una habitación. Tendréis bombones y champán. Huid.

 

—¿Y mi madre? —se inquietó Indalecio—.

 

—No os preocupéis. Seguro que Juan y León la acompañarán a su casa.

 

Amalia besó en los labios a Alfonso y le susurró llorosa: «Gracias». Luego, se acercó a León y lo miró a los ojos. No le dijo nada, pero lo besó con detenida intención, entreabriendo los labios. León le dijo:

 

—Sé feliz, Amalia.

 

Los novios desaparecieron. Como poco después se evaporaban Angelo y Rosalva, mientras los demás pasaban al saloncito pequeño, y las camareras y el jefe de servicio retiraban con celeridad y oficio todo el montaje, Maurice, con muestras de enfado evidente preguntó a Alfonso, ya solos, mientras fumaban un Davidoff y tomaban un Bourbon:

 

—¿Están arriba, en alguna habitación? —se refería a Rosalva y Angelo—.

 

—No sé. No lo creo. Maurice, son jóvenes, no lo olvides… Deja que la vida corra para ellos. Nosotros no tenemos ya nada que hacer.

 

***

 

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