Un puñado de nubes, 98

23-11-2011.

 

Todo había quedado aclarado entre los cuatro aquella misma tarde, la del diez de octubre, mientras León y su amigo tomaban café tranquilamente en La Luna. Como solo había un par de clientes que jugaban una cansina partida de cartas, Amalia tomó de la mano a Indalecio y se acercó a la mesa donde León y Alfonso charlaban saboreando un café bien hecho.

 

—¿Podemos sentarnos con vosotros? —dijo Amalia—.

 

—Faltaría más. Tú sabes que vuestra compañía es bien recibida siempre —se pronunció León—.

 

Indalecio seguía mansamente las decisiones de Amalia y se había sentado junto a ella, frente por frente a Alfonso.

 

—Queremos que seáis los primeros en saber que Indalecio y yo hemos decido estar juntos —anunció Amalia ante la sonrisa afirmativa y satisfecha de Indalecio—.

 

—¿Os vais a casar? —quiso saber Alfonso sorprendido—.

 

—¿Casarnos? Ni hablar de la peluca. Tú no sabes cómo son las cosas aquí. Yo me caso con éste y el gobierno me quita la paga de viudedad. Y no está la cosa ahora mismo como pa vivir solo del bar. Además, que yo estoy mu acostumbrá a disponer de mi dinerillo, , cuatro perras, pero son mías y no me hallaría pidiéndole a Indalecio hasta pa las bragas, ¿comprendéis? Así que nos juntamos y sanseacabó.

 

—Bueno, bueno, bueno; esto es una estupenda noticia —dijo León mirando a Amalia a los ojos. La mujer le sonrió—.

 

—Eso de las pensiones y los matrimonios son una putada de algunos gobiernos. ¿Cuánto cobras: mil, mil quinientos euros? —quiso saber Alfonso—.

 

—Seiscientos cincuenta tres con cuarenta céntimos, pa que el demonio no se ría de la mentira —especificó Amalia—.

 

—¡Qué cabrones! ¿Con esa mierda, perdona, pretenden que viva una mujer?

 

—Otras cobran menos que yo… —aclaró Amalia—.

 

—Bueno, pues hacéis muy bien en juntaros y que le den por culo al gobierno.

 

—¿Tú qué opinas, Indalecio? —preguntó León—.

 

—Yo no sé ni qué pensar. Todo ha sido tan de pronto… La verdad es que, desde hace ya más de un año que Amalia entró por esa puerta, yo puse sus ojos en ella, pero tanto usted como Alfonso… Me parecía imposible. Con ustedes dos yo no podía competir. Pero este verano, las veces que hemos idos juntos a la playa ya vi que Amalia y yo…

 

—¿Lo sabe tu madre? —dijo León, conociendo la devoción que Indalecio profesaba a su madre—.

 

—Uff, mi madre está deseando. Siempre me está diciendo que a ella le queda ya muy poco de vida y que se va a morir con la pena de no verme recogío, que por qué no me echaba una mujer que me conviniera, que un hombre solo en la vida es un desastre, qué sé yo la de veces que me suelta lo mismo.

 

—Pues no se hable más. Aquí mismo os damos las bendiciones en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; León y yo os declaramos marido y mujer desde este momento. Y lo que nosotros hemos unidos no lo separe ningún hombre… ni ninguna mujer… —dijo Alfonso falsamente ceremonioso y extrañamente de buen humor, haciendo frente a ellos una especie de garabato con la mano—. Ah, mirad, se me está ocurriendo una idea: estoy pensando que no estaría mal hacer una celebración.

 

—Si no tenemos dos cuartos… —aclaró Indalecio—.

 

—Dejadlo de nuestra mano, ¿no León?

 

—Sí, sí, de nuestra mano… —respondió León, sorprendido por el súbito entusiasmo de su amigo—.

 

—Cuando lo tengamos todo pensado y listo os avisamos. ¡Puede arder Troya!

 

—¿Troya otra vez? —exclamó Indalecio—.

 

León se extrañó del cambio de ánimo de Alfonso. ¡¿Qué bicho le había picado?! ¿Qué se proponía?

 

Con la llegada de su hijo Juan, León se llevó unos días sin apenas coincidir con Alfonso, aunque se hablaban por teléfono. Andaba enfrascado en negociaciones con una famosa empresa de catering para prepararle a Amalia e Indalecio un pequeño agasajo con cena incluida.

 

—Oye, León, ¿para cuántas personas sería el servicio? —le preguntó pocos días de la reunión en La Luna—.

 

—Haz la cuenta. Supongo que mi hijo me acompañaría, ya que Teresa, con los niños, no va a estar en una reunión de este tipo; todos personas mayores. Me imagino que Indalecio y su madre, Amalia y tú y tus invitados. Pregúntale a los ceremoniados si ellos tienen interés en que asista alguien más.

 

Una semana después se celebraría en el palacete de Alfonso “la fiesta de compromiso”, así la calificó Maurice, el amigo de Alfonso.

 

Dos días antes del acontecimiento, León y Alfonso acudieron a La Luna y llamaron a su mesa a Amalia e Indalecio. Con un gesto tajante, Alfonso les dijo: Alea iacta est.

 

—¿Eso qué quiere decir? —preguntó Amalia—.

 

—Que no nos podemos volver atrás —especificó Indalecio—.

 

—Muy bien, César —elogió Alfonso la agudeza de Indalecio—.

 

—A mí me habláis en plata —reclamó Amalia—.

 

—Que todo está preparado. Queremos que pasado mañana os pongáis bien guapos, que vamos a cenar en mi casa.

 

—Si no tengo qué ponerme, y con esta cabeza y estos pelos… Tengo que ir a la peluquería por lo menos a disimular estas canas… —se preocupaba, coqueta, Amalia—.

 

A las ocho de la noche del día señalado todo estaba preparado.

 

Sonó el timbre de la entrada del palacete que aparecía completamente iluminado. En el jardín delantero, los jazmines exhalaban un perfume suave. Sin saber por qué, Amalia, minutos antes de pulsar el timbre, había recogido un pequeño ramillete de las pequeñas y fragantes florecillas. Indalecio iba impecablemente vestido con un traje gris que había encontrado en el departamento de oportunidades de El Corte Inglés. Su madre, ya anciana, enjuta, con unas lentes gruesas que agazapaban sus pequeños ojos tras los cristales, se encontraba incómoda dentro del vestido antiguo de entretiempo, y renqueaba por los dolores de rodilla. Amalia se había traído de su casa un traje de chaqueta color limón que la rejuvenecía. Estaba nerviosa y radiante. No se había visto en una situación igual. Ni en el día ya tan lejano de su boda en el pueblo.

 

Al segundo toque, fue el mismísimo Alfonso quien salió abrir la puerta. Y los tres recién llegados se detuvieron paralizados, por lo que veían. Todas las lámparas encendidas. A ambos lados del recibidor, sobre unos maceteros, destacaban dos centros de flores blancas y malvas. Un camarero, exquisitamente vestido, se acercó a Amalia y le ofreció en una diminuta bandeja una copa de champán francés; luego a Indalecio y después a su madre. La anciana hizo una serie de inclinaciones de cabeza al elegante camarero, creyéndole el dueño del lujoso chalé, y no sabía qué hacer con la copa en la mano.

 

—Bienvenidos a mi casa; vuestra casa por esta noche —saludó Alfonso, acercándose al trío—.

 

En el arranque de la escalera aguardaba el resto de los invitados: Rosalva, Juan, León, Maurice y Angelo.

 

—¡Vivan los novios! —gritó de pronto Rosalva, entre divertida y traviesa—.

 

—¡Vivan! —vitorearon todos los demás—.

 

Allí mismo, en el amplio vestíbulo, se sirvieron los aperitivos. Casa Robles se había esmerado en la presentación. Cuatro chicas, esbeltas y bien arregladas, iban y venían con bandejas de deliciosos canapés o con diversas bebidas. De fondo sonaba el vals número dos de Shostakovich. A Amalia le gustaba aquella música voluptuosa y sutil. No era la ramplona marcha nupcial. La anciana madre de Indalecio miraba embobada tanto lujo. No podía pensar que hubiera allí a dos pasos de su modesto y minúsculo piso de protección oficial una mansión como aquella.

 

Maurice y Angelo, impecablemente vestidos, iban y venían con suma naturalidad entre candelabros, bellas camareras, centros de flores y música evanescente. En la mano siempre una copa de champán francés. El joven Angelo era el centro del deseo de Rosalva. En verdad, ambos se buscaban con la mirada. Incluso a veces se juntaban para conversar brevemente y de camino estar tan próximos que podían percibir el perfume del otro. Maurice, celoso, los observaba con preocupación.

 

***

 

Deja una respuesta