Un puñado de nubes, 96

18-11-2011.

 

León no pudo dormir en toda la noche. Ocupó una de las habitaciones pequeñas, la que estaba más cerca del dormitorio principal, por si Alfonso lo llamaba. Estaba preocupado por el estado deprimido en el que parecía encontrarse su amigo. El viaje a Davos parecía no haber surtido efecto beneficioso alguno; al revés: había operado en el ánimo de Alfonso una reacción negativa. León pensó en sí mismo y se dijo que, en su modestia, podía sentirse un hombre afortunado. Viejo, achacoso, previsible, rutinario, todo lo que se quiera, pero en gran medida un hombre afortunado. Y el pecho se le ablandó pensando en sus nietos. Especialmente en el niño.

 

Sin saber por qué, se le llenaron los ojos de lágrimas. Seguramente, Alfonso jamás podrá gozar de un abrazo así, ni de un beso tan inocente, ni de las preguntas comprometidas, ni de las charlas compartidas. Ni de las preocupaciones por sus hijos. Alfonso era rico, había vivido fuertes emociones, recorrido medio mundo, había ocupado un importante puesto en la Nestlé; pero ahora estaba abatido, viejo, caduco, sin más compañía que la soledad. Borracho, en una enorme cama, la misma en la que él sí que había conocido ciertas ternuras que Alfonso nunca recibiría.

 

Cuando Alfonso se levantó al baño, a la mañana siguiente, León ya estaba vestido y aguardando. Sin embargo, Alfonso se metió de nuevo en la cama, tambaleándose y volvió a dormirse. León, decidido, salió del palacete. No quería dejar mucho tiempo solo a su amigo. La Luna estaría todavía cerrada. Amalia no habría llegado aún, así que puso en marcha la idea que se le había ocurrido de pronto.

 

Media hora después, estaba de vuelta. Fue a la cocina y, recordando la noche en la que Amalia y él cenaron, preparó un desayuno fuerte. Sorprendería a Alfonso, quien al poco tiempo, con la cara fofa, los pelos revueltos, en pijama y zapatillas, apareció en la cocina.

 

—Hasta mi dormitorio llega el olor a café recién hecho. Así que estás aquí todavía…

 

—No te iba a abandonar: me pediste que me quedara contigo.

 

—¿Y en mi borrachera de anoche te pedí también en matrimonio? —quiso bromear—.

 

—¿No ves que hemos pasado una fantástica noche de boda? ¿O ya la has olvidado? —siguió León la chanza—. Y, como buena amante, aquí te he preparado un desayuno que te va a resucitar.

 

—¿Me viste muerto?

 

—Joder, Alfonso, que es una manera de hablar. Déjate de muertos y puñetas. Estás obsesionado con la muerte. Aquí, ni tú ni yo nos vamos a morir. Aún nos queda mucha vida por delante —mintió León—. Tenemos que dar mucha guerra.

 

—Sí, con cañones de palo y bombas de triquitraque.

 

—Bueno, dime, ¿estás mejor?

 

—Estoy hecho mixto. No siento el cuerpo y no puedo con mi alma.

 

—Esto te va a reanimar: un buen zumo de naranja natural. En el mercado, hoy habían llegado las primeras de la temporada; un café bien cargado y unas tostadas de pan de pueblo con aceite de oliva y jamón. Cuando desayunemos, te das una buena ducha, te afeitas, te arreglas bien y nos damos un paseo hasta la Buhaira. Y charlamos. Mientras te preparas, yo voy en un salto a mi casa y me arreglo un poco.

 

—Aguarda un momento —Alfonso salió de la cocina antes de que terminase la tostada, para aparecer un poco después con una bolsa grande de papel en la mano—. Toma: he traído estas chocolatinas para ti y tus nietos. El chocolate nunca falla como regalo. También he traído otra para Amalia.

 

—Gracias, se pondrán como locos. Bueno, y cuando te llame, prepárate para salir, me paso a recogerte. Ah, y por favor, no vayas a beber ahora tan temprano. Aquí te dejo las llaves.

 

—Espera —lo detuvo, tomándolo del brazo, como lo hizo la noche anterior—. He pensado que tú deberías tener un juego de llaves.

 

—Tú ya has vuelto, ¿para qué quiero yo tus llaves?

 

—Es mejor así. Por si las pierdo o me las roban o vienen los putos mafiosos… ¿quién mejor que tú para guardarlas?

 

León aceptó a regañadientes y guardó el manojo de llaves en un bolsillo. Pero como si la posesión de las llaves le obligara a ser más solícito y atento a los quehaceres de la casa, León se fue hacia el buzón de correos que estaba colgado en un extremo de la verja de hierro, levantó la viserilla, miró por la ranura y vio que en el interior se mezclaban cartas con la indeseada y numerosa publicidad. Acopló la llave a la correspondiente ranura y las sacó. Miró los remites; deletreó con alegre sorpresa el nombre de Rosalva y con rápida indiferencia el de Maurice. Se detuvo un momento, volvió la cabeza hacia la puerta del palacete y se decidió a abrirlas pensando que, si anunciaban algo grave o urgente, se volvería para hablar con Alfonso. Como si se hubieran puesto previamente de acuerdo, los remitentes Rosalva y Maurice avisaban que llegarían a Sevilla pocos días después y que, nada más llegar llamarían por teléfono a Alfonso para ponerse de acuerdo sobre dónde reunirse.

 

***

 

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