Un puñado de nubes, 91

07-11-11.
El Boing 767 estaba a punto de despegar del aeropuerto de Zúrich. En poco más de una hora aterrizaría en el Charles de Gaulle de París y allí Alfonso tomaría uno de la compañía Iberia que lo llevaría al San Pablo de Sevilla, en donde lo estaría esperando su amigo León para conducirlo al palacete. Se había extrañado de ver cómo los pasajeros se apiñaban, en la puerta de acceso, media hora antes de que llamaran al boarding pass ‘permiso de embarque’ y cómo, llegada la hora, codeaban imperceptiblemente para ganar un puesto en la larga fila.

Acomodado en los asientos de espera, Alfonso leía con parsimonia el periódico y no se levantaría hasta que la hilera no se agotara. «De todas maneras ‑se decía‑, todos saldremos al mismo tiempo, llegaremos todos al mismo tiempo y, si el avión se cae, todos moriremos al mismo tiempo».
Se había comprado unas gafas de sol, porque no deseaba que sus posibles interlocutores descubrieran la herrumbre de su mirada, el cansancio de sus ojos y el poco deseo de vivir que, desde hacía más de una semana, le rondaba con persistencia el pensamiento.
Desde que Maurice y Angelo se fueron a Roma, Alfonso había dejado de asistir a las visitas médicas del doctor chino, a los baños terapéuticos de Bad Ragaz e incluso a los jacuzzi relajantes de su hotel. Iba perdiendo el apetito y el sueño, y a veces se despistaba, desmanejando el hilo de la conversación que había entablado con algún turista en la terraza del hotel Schatplaz.
Era consciente de todo ello, pero no lograba encontrar un argumento que rebatiera el tedio existencial que lo embargaba, ni tampoco una explicación persuasiva que respondiera a aquel hastío que lo dejaba largo rato sentado en un banco en medio del bosque con la mirada fija en el vacío. Bien sabía que las repetidas puntadas que sentía a la altura del corazón lo tenían preocupado. «Quizás se esté acercando mi hora: también mi padre murió a esta edad de una angina de pecho», se respondía entonces, dando quizás por aceptado el designio genético.
Incluso ya ni siquiera sabía en qué bolsillo de qué chaqueta o pantalón podía haber dejado las pastillas de nitroglicerina que el médico le había recomendado: «Se la pone usted debajo de la lengua en caso de arrebato». Después de tantos años de voluntaria soledad, apenas compensada por la amable presencia del viejo amigo León, Alfonso tenía ahora más que nunca la sensación de abandono, de no haber conseguido entreverarse en la memoria afectiva de alguien a quien poder recurrir, cuando la enfermedad lo arrinconaba, cuando la tristeza lo agobiaba o para confesarle el íntimo fracaso de su vida: el no haber sido amado por una mujer.
Hasta el alma se le iba endureciendo con la nostalgia de los ideales perdidos. Se sintió tan acabado, tan distante de las mejores horas de su vida que incluso dudaba de haberlas vivido. Se estaba convirtiendo de pronto en un anciano encallecido por la ingratitud de la soledad y del silencio.
Los paseos por los bosques de Davos no eran más que largas conversaciones consigo mismo, que siempre desembocaban en la lamentable demostración del desamparo. En el escaso mes y medio que estuvo en Davos, se había operado en él un proceso de envejecimiento tan rápido y crítico que, a menudo, deambulaba como una sombra arrastrando los pies por los pasillos del hotel y monologando en voz alta.
De un solo golpe se le echó el mundo encima. Dolorosamente se daba cuenta de que estaba perdiendo la vista y el oído; de que, a veces, se movía como tanteando el aire y que, a menudo, sus manos temblaban como si parecieran dudar de la existencia de las cosas. Fue entonces cuando tomó la decisión de marcharse del hotel Schatzalp y volver a Sevilla.
Era viernes. Llamó por teléfono al aeropuerto de Zúrich y reservó un billete para el vuelo del lunes con escala en París. «Si he de morir ‑pensaba‑, que sea en Andalucía y que allí me entierren». Una agridulce sonrisa se perfiló en sus labios al recordar la macabra ocurrencia de Maurice, cuando le contó que, para estar seguro de que tendría su sepultura en el famoso cementerio Père-Lachaise de Paris, exigiría que lo enterraran vivo.
Alfonso salió aquel mismo lunes del hotel Schatzalp, de Davos, después del desayuno. Para levantarse el ánimo, había acudido la tarde anterior a presenciar Die Zauberflöte (“La flauta mágica”) de Mozart que la orquesta sinfónica de Zúrich interpretaba en la explanada del Haldenstein, famoso castillo medieval a pocos kilómetros de Chur, la capital del cantón de los Grisones.

«Nada más exultante que una ópera de Mozart para aupar mi destartalada energía», se dijo Alfonso en el taxi que lo dejaría frente al imponente portalón del castillo.

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