El reino de Ashur había presionado durante muchos años por oriente. La resistencia de los antiguos príncipes fue constante, aunque no siempre acompañada por el éxito. Al parecer, en los últimos años, los asirios habían encontrado el medio para someter a los egipcios. Eran una turba bárbara con una lengua gutural y sin cadencia, que no cultivaban ni la música ni la poesía. Violentos sus hombres como los vendavales de arena, y poseedores de armas capaces de ablandar los metales y hendir el bronce de los más templados escudos y de degollar la soberbia de los más erguidos y airosos yelmos. Era un pueblo que no conocía el mar. Y tú sabes muy bien las diferencias que existen entre los hombres de los litorales y los que viven en la tierra interior; y entre los que viven en el interior de las penínsulas y las llanuras del continente y los que viven en las islas. Y qué distinta es la manera de entender la vida de unos y otros. Y cómo su ánimo se muestra de diferente humor.
Como maldito aparece el pueblo asirio en muchas escrituras sagradas de pueblos más cultos. Y muchos cantores lo van pregonando por los puertos de toda esta parte.
¿Te imaginas, mi joven Cirno, aquellos soldados, todo recubiertos de hierro hasta el cabello, sorprendidos ante la grandeza del mar? Casi extasiados, sobrecogidos, como niños ante la presencia de Zeus. Perdiendo toda su ferocidad. En cierto modo, para ellos, aquellas aguas eran el reflejo del poder de un dios oculto, de un dios desconocido que igual se mostraba plácido que irritado. No sabían apreciar los humores benignos que el mar concede a sus devotos. Algunos mojaban sus pies descalzos en la espuma rizada de las olas y huían hacia la arena firme, entre las risas de los que no se habían atrevido a acercarse a la orilla. Desconocían el arte de la navegación y carecían de flota. Hacían ascos a la carne de pescado y lo que para nosotros es delicia, para ellos, bocado repugnante.
Eran torpes para las gracias del espíritu; crueles con los vencidos; maestros de la doma y en la lucha desde el caballo; y expertos en la conducción de carros. Cuando sometieron las ciudades más florecientes de Egipto, su fuerza residió en sus jinetes. Apenas si daban importancia a su infantería, al contrario de lo que sucede entre nosotros. La guerra es un arte, un arte destructor, pero tiene su orden, sus reglas, su diseño. El infante, en ellos, era un soldado casi cubierto de pieles y con armas ligeras, de fácil desplazamiento, desordenado en su estrategia, amparado sólo en su número y en sus movimientos de oleadas. Continuamente eran reemplazados por hombres de refresco, como si nunca se agotasen. Su imponente fortaleza se alzaba en tres pilares: sus legiones de infantes, la industria forzada de sus carros y la agilidad de sus jinetes. Nunca vi caballos más hermosos, ni potentes de brazos y firmes de ancas, ni con tan apropiado arnés como los de los guerreros de Ashur.
Peliades debía esperar, para fortalecer la escuadra, a las tropas que llegarían desde la isla de Corcira, mucho más al norte, junto a las costas de Itaca, donde se fueron concentrando nuevos reclutamientos. Algunos de aquellos guerreros eran arcamanios; otros ¡lirios y peonios que acudieron desde las llanuras del interior hasta los puertos; los más eran corcirios que abandonaban su patria en busca de fortuna incierta.
Doscientos infantes, cuarenta jinetes y doce corredores de carros venían a auxiliarnos. Su llegada fue casi secreta, para no despertar las sospechas de los asirios que acampaban más hacia los valles, en la otra margen del río. El pueblo de Sais, por su parte, en la ciudad, preparaba una revuelta en los arrabales más poblados: el de los tejedores, el de los tintoreros, el de los alfareros y el de los cardadores. En todas las calles se organizaba un subterráneo juego de puñales, dagas, horcas, hoces y venenos. Desde dentro de las murallas debería esperarse una señal: el incendio del mercado de cereales, próximo al templo de Isis.
La víspera de la sublevación, había ofrecido el gran sacerdote Aniris un sacrificio a los distintos dioses principales, por encargo del príncipe. El olor de la sangre de los animales se extendió fuera de los muros de la ciudad y quedamos advertidos.
Nadie durmió esa noche en el campamento. Hacía tres noches que no nos llegaban las esclavas. Mi joven compañero de Quíos, una vez terminada la medición del campo de batalla, pasó la última noche mirando el cielo cárdeno que se combaba al otro lado de la desembocadura. Las estrellas eran duras y escasas y apenas si podíamos distinguir el Boyero o el Orión o algunas de la Pléyade. Quizás aquel cielo egipcio tenía la bella pesadez del vientre de una joven encinta, y temí que se abriera y nos regara de sangre. Aquel pensamiento me estremeció. No quería darle la razón a mi compañero de Quíos, que pensaba que si Zeus no ayudara a los justos en sus trabajos, no valdría la pena seguir viviendo.
Siempre me resistí a tomar las palabras de los grandes poetas como moneda de cambio, con la que se comercia en la fundamentación del pensamiento del hombre. Y aquellas palabras de mi joven amigo me lo parecieron, aunque no supe anotársela a ninguno en concreto. Odio a los poetas que se transforman en profetas y se conceden el don mesiánico y adoptan actitudes patriarcales y quieren conducir al pueblo a través del desierto. Sin embargo, aquella fue una de las pocas veces que sentí la necesidad de asirme a algo digno de esperanza. Puede que el hombre, cuando se ve atrapado por las fuerzas incontrolables del destino, busque un asidero, igual que el náufrago anhela tropezar con un leño flotante, y por ello da gracias a los dioses y hace promesa de elevar votos en sus altares.
Me entregué a otros pensamientos, pero acababa siempre pensando en que si en el principio sólo existió el Caos, como enseña Hesiodo, cómo fue posible, mi buen amigo Cirno, el orden a partir de Urano y Gea, y a dónde se fueron, en tal caso, las potencias de las tinieblas. ¿Se retiraron a otros espacios desconocidos? Pero no quiero abrumarte con mis deslavazadas argumentaciones cósmicas. Yo veo el firmamento con otros ojos. Percibo, reflexiono lo justo para interiorizar esas percepciones y asimilo solamente aquello que me produce placer.
El cielo de Sais no tenía la placidez del de Paros en las noches limpias, pero sí era verdaderamente sobrecogedor en aquellas horas anteriores al combate.
Mi joven compañero de Quíos, apoyado en su escudo, miraba sin entender la grandeza del firmamento. Respetaba yo su silencio y contemplaba la belleza de su rostro y el vigor de sus brazos. No quise acercarme a él, aunque mi corazón lo deseaba. Preferí dejarlo en su laberinto interior, en su enramada de pensamientos. Que es conveniente, a veces, al hombre estar a solas consigo mismo. Si necesitaba de mí, yo estaría allí, junto a él, para alentarlo y, llegado el momento, sostenerlo.
Siendo yo sólo de unos años más, me creía de una mayor experiencia.
La ciudad, a lo lejos, aparentemente dormía entregada a la oscuridad. Los vigías de nuestro campamento pasaban la ronda y nos daban la consigna.
—¿Es este el silencio que anuncia la muerte? —me preguntó al fin el muchacho—.
Yo no contesté al joven de Quíos. Lo dejé con sus propios argumentos, sus dudas y sus temores. Cuando el cielo fue poniéndose como malva, me coloqué a su lado, le puse mi mano sobre su hombro y olí su cabellera. Todo su cuerpo tenía el aroma de la juventud que aún no había conocido las heridas de los combates. Él rechazó mi gesto de amistad de modo que no me sintiera ofendido, pero firmemente.
Los hombres, ante lo desconocido, reaccionan de muy distinta manera. Me dolió la actitud de mi joven compañero, pero no quise demostrárselo; al contrario. Me puse la máscara del cinismo y solté una carcajada que despertó a los pocos pájaros que dormían aún entre las palmas. Algunos soldados salieron de sus tiendas para averiguar la causa de aquellas risotadas; pero, al ver que era yo el promotor del alboroto, se retiraron de nuevo para descansar. Yo me volví a reír para herir de algún modo el silencio de mi compañero. Lo sorprendí con algunas lágrimas en los ojos. Se giró lentamente hacia mí y descargó con violencia su puño en mi estómago. No le devolví el golpe. Me miró con ira y se abrazó a mí.