11-08-2010.
Antonio Lozano López trae sus recuerdos del internado.
Mi entrada en el colegio de los jesuitas, que es como mejor se conocía entonces, no fue nada fácil.
Le costó a mi madre muchas visitas, incluso yendo de parte de determinada persona, todo eran pegas; incluso en una de las visitas, el padre Pérez dijo que era un colegio de niños de pago y que no era posible la entrada.
Hasta que por fin llegó la recomendación adecuada. Pues siempre ha existido recomendación y existirá. Tal fue la recomendación que, cuando nos presentamos, recuerdo que dijo el padre Pérez a mi madre:
—¿Pero este niño no estaba ya en el colegio?
Y mi madre le contestó:
—No, padre. La última vez que vinimos nos dijo que no podía entrar porque era un colegio de pago.
Y el padre Pérez contestó:
—Tráigalo inmediatamente.
Los días transcurrían así: nos levantábamos, íbamos a misa, desayunábamos, hacíamos nuestras camas y a clase; entre clase y clase un pequeño recreo. El más largo era por la tarde, en el que casi siempre jugábamos a la bandera, un juego compuesto por dos bandos, los amarillos y los rojos (el padre Pérez siempre era favorito de los amarillos y nunca de los rojos, por aquello de…).
Después del recreo de la tarde íbamos al estudio durante una hora, luego al rosario, la cena, vuelta a la capilla y a la cama sobre la diez de la noche.
Los días lluviosos nos metíamos en el salón de actos o estudio, pues servía para ambas cosas dicho salón. Allí jugábamos al tenis de mesa, a las damas, ajedrez, parchís, etc.
Los domingos y festivos nos solían sacar a la calle. Casi siempre era por la tarde y nos llevaban a jugar al fútbol, principalmente a la plaza de toros, pues era el sitio donde más nos gustaba ir; y, si no jugabas al fútbol, lo hacías al escondite u otras cosas. Nos recorríamos todos los rincones de la plaza. En una ocasión, cuando las avionetas empezaron a venir para curar los olivos, nos bajaron a la estación del tren (que nunca llegó a funcionar) para que viésemos cómo despegaban y aterrizaban. Otras veces nos llevaban al santuario de la Virgen y jugábamos por aquellos campos a lo que se nos ocurría.
Alguna vez también nos llevaban de excursión: a El Tranco, río Mundo, nacimiento del río Segura, nacimiento del río Guadalquivir, incluso nos llevaron de vacaciones a El Puerto de Santa María. Fue cuando yo lo vi y me bañé por primera vez en el mar (a pesar de ello, todavía no he aprendido bien a nadar).
La anécdota de estos viajes era doble: siempre se hacían en camiones; y yo era punto de mira, pues siempre me mareaba. Y es que yo, si no conduzco, me mareo incluso ahora. Por ello, cuando viajo en transporte colectivo, tengo que tomarme una biodramina. Pero, en aquellos tiempos, lo único que podía hacer, y que alguna vez lo hice, era chupar limón.
Indicar que, normalmente y sobre todo en los recreos, funcionábamos a golpe de silbato. Si estábamos jugando y sonaba el silbato, todos callábamos y ni siquiera nos movíamos del sitio para ver lo que pasaba. La forma de sonar el silbato indicaba lo que podía ser: si era un silbato fuerte y seco, era para llamar a alguien o para decir algo; si era una especie de piripipí, era el aviso para ir al servicio, pues el recreo se acababa; y si era un silbido largo, seguido de otro corto y seco, era para formar filas.
En cuanto a las comidas, eran en principio bastante escasas y deficientes; luego fueron mejorando, sobre todo desde que don Atanasio, médico que visitaba al colegio, habló con el padre Pérez y, a partir de ahí, nos daban primer plato, segundo plato y postre.
Los domingos por la mañana nos visitaban nuestros familiares, especialmente nuestra madre y algún hermano, si lo tenías. Había compañeros que, por problemas sobre todo económicos o de distancia, no todos los domingos recibían la tan esperada visita. Las madres nos traían alguna cosa, especialmente comida, que la mayoría de las veces se la quitaban ellas de su plato para poder traértela. Algunas veces, si no nos lo comíamos, nos lo guardábamos para la merienda. Yo me acuerdo de una vez que no me comí lo que mi madre me trajo y lo llevé al comedor; lo puse en mi mesa, en mi sitio, y don Rogelio lo quitó y lo guardó. Cuando estábamos comiendo, vino con él y lo repartió entre todos los de la mesa y, en ese momento, no dije nada: no me pareció bien, pero me callé. Él, luego, me dijo por qué lo había hecho, y con el tiempo le he dado la razón; pues, como ya he dicho antes, no todos recibíamos visita habitualmente y el compartir inducía a fomentar el compañerismo.
A veces, se nos castigaba, por algún motivo, con no poder ver a nuestras visitas. Yo recuerdo que sólo una vez me ocurrió y, cuando vi a mi madre, le hice señas, indicándole que se fuera; pero el padre Pérez la vio y se dio cuenta de que yo no venía a pedirle permiso para irme con ella. Entonces tocó el pito, todos nos callamos y dijo:
—Lozano, tienes visita.
Yo le dije que estaba castigado; pero, inmediatamente, apareció detrás del padre Pérez don Rogelio, que era quien me había castigado, y me dijo:
—Ve corriendo con tu madre.
En las vacaciones, como no podíamos irnos fuera del pueblo, nos juntábamos los cuatro o seis más amigos y, muchas veces, nos íbamos a jugar al colegio y casi todos los días también íbamos a misa; incluso jugábamos al fútbol haciendo nuestros propios equipos. Yo jugaba de extremo, pues siempre he corrido mucho e incluso he tenido mucha resistencia (todavía me queda algo de esa velocidad y aguante; pero el paso de los 60 se nota mucho). Los amigos más destacados fueron y creo que siguen siendo por este orden: José Ortega Sánchez, José García Bautista, Dionisio Rodríguez Mejías, Antonio Martínez Mayenco, José Moreno Cortés, Miguel Cano; y otros, como Manuel López que, como durante el curso no estábamos juntos, la amistad no era tan directa.
Hablando de Dionisio Rodríguez Mejías, con este tenía un lazo especial: éramos lo que en el colegio se conocía como hermanos de oración y es que, con frecuencia, íbamos por parejas a la capilla a rezar y a mí me tocó con Dionisio. En el fin de curso fui elegido subregulador. Creo que fue motivado por mi superación, por la confianza depositada en mí: me esforcé y logré esa especie de galardón que entre nosotros, los compañeros, apreciábamos; y no fue superior porque, en una de las revisiones que don Rogelio nos hacía, al enseñarle las manos, una de la uñas tenía una pequeña línea negra, por no habérmela limpiado antes. En vez de un 10 me pusieron un 9 en urbanidad y esto me hizo retroceder en el baremo de los tres puntos. Recuerdo la coronación de la Virgen. Me convertí, en cierto modo, en persona de confianza del padre Pérez. Él me dijo que del colegio iríamos niños vestidos de monaguillos, que eligiese a un grupo, entre los que yo tenía que estar. Algunos de los nombres que recuerdo son: José Ortega Sánchez, José García Bautista, José Moreno Cortés y algunos más; y así fue: formamos parte del grupo de monaguillos que acompañaron a Nuestra Señora de la Fuensanta en su coronación.
Después marché a Úbeda, el curso 56-57, y estuve hasta el 59-60.