Los hombres no lloran

09-08-2010.
Puede que este relato no tenga el interés que despertaban otros similares, cuando hace unos años los medios de comunicación nos abrumaban con rescates de pateras y cadáveres en las playas mediterráneas de Andalucía.
Sin embargo, el drama humano de los movimientos emigratorios en busca de supervivencia sigue generando historias como la de Aldelkadir Ahrass, de piel curtida por el sol del Sahara, veintiocho años, esbelto, moreno y atlético. Sus grandes ojos acompañan una mirada profunda, acostumbrada a explorar alternativas para su enquistada juventud.

Abdul, así lo llaman sus amigos, nació y vivió hasta los 24 años en Gulmin, la “puerta del Sahara”, ciudad cercana a Sidi Ifni, de la antigua provincia española. Su adorada familia estaba integrada por el padre, militar de profesión; la madre, vendedora de comestibles en una humilde tienda de barrio; y cinco hermanos. Cada año, en la fiesta del cordero, Abdul aprovechaba la costumbre popular de estrenar alguna ropa para trapichear en Casablanca y vender prendas de bajo precio en Gulmin. En su interminable y ocioso tiempo libre, compartía con tres incondicionales amigos sueños de paraísos, referidos por emigrantes de enormes y destartalados coches, con música a todo volumen y claxon abusivo.
—En Europa se gana dinero —presumía el hombre de anillo de oro que bajaba de su ostentoso automóvil—. Ahora elegiré una novia para casarme, porque puedo pagar la boda.
Abdul observaba la escena, repetida una y otra vez en los últimos años, hasta que uno de sus amigos le propone viajar en una patera a ese paraíso europeo.
—Cerca de Sidi Ifni, en la costa, están preparadas nueve pateras —le dijo sin más—. El jefe cobra 500 euros por persona.
No lo pensó dos veces, cogió sus ahorros y se dispuso a seguir las instrucciones recibidas en el más absoluto secreto.
—Si mi madre se entera, no lo hubiera permitido —recuerda con sentimiento—. Por eso no lo dije a nadie de mi familia. Sólo lo sabían mis compañeros de viaje.
Así que en octubre, mes del Ramadán de 2006, con lo puesto, junto a treinta y dos personas más, se embarcó en una de las nueve pateras, dispuesto a conquistar el paraíso.
«Los hombres no lloran», recordaba durante los tres días que duró la travesía. En cuclillas, sin comer ni beber, ni posibilidad de hacer necesidades orgánicas, aguantó el durísimo viaje. Una de las pateras se hundió, ante la impotencia de ver ahogarse a otros treinta y dos jóvenes que la embarcaban. Al poco tiempo, la suya sufría una avería que los retuvo en altamar varias horas, hasta que el jefe pudo arreglar el viejo motor. Abdul se sentía sobrecogido, pero no derramó una sola lágrima.
Por fin, a las seis de la tarde del tercer día, divisan la costa de Lanzarote. Hay orden de permanecer inmóviles y en silencio hasta hacerse de noche. Si fuesen vistos antes de tomar tierra, la repatriación sería inmediata.
—Esperamos hasta las dos de la mañana, suponiendo que la vigilancia habría disminuido, y arribamos a la playa de Arrecife. Como animales en “espantá”, huimos a las montañas —se lamenta—. Con mis amigos, conseguí llegar a un río e instalarnos bajo un puente, donde dormimos un día completo. Estábamos extenuados; no sabíamos qué hacer.
Después de ser descubiertos por la policía, interrogados sin entender a sus interlocutores, reciben agua y bocadillos en tanto son conducidos a la comisaría, donde encuentran a un numeroso grupo de compatriotas procedentes de las otras pateras. Un policía de aspecto marroquí los tranquiliza y les informa de que, de acuerdo con el protocolo legal, los llevarán ante un juez para firmar la repatriación.
Inseguro y sin esperanza, Abdul es trasladado con otros ochenta, la mayoría subsaharianos, al Centro de Internamiento El Matorral, el más grande de España, una antigua cárcel de Fuerteventura con capacidad para 1 080 personas, pero que en la práctica es ocupada por 1 200, según la investigación de Luis Pernía y Gabriel Ruiz, publicada en su libro Centros de Internamiento de extranjeros. Cárceles encubiertas, en el que denuncian que «el Centro parece una auténtica cárcel, la situación es ruinosa y los inmigrantes se quejan de la falta de alimentos», según palabras textuales del informe de la comisión de parlamentarios europeos, ese mismo año. En estas condiciones, hacinados, con dieciséis personas y un retrete sin puerta dentro del mismo habitáculo, Abdul permanece treinta y ocho días.
—Nuestros vigilantes no respetaron el Ramadán —se queja—. Nosotros, los musulmanes, guardábamos la comida del medio día para unirla a la cena; pero nos la retiraban, si no la consumíamos. No puedo entender eso. ¿A quién perjudica guardar una comida para tomarla de noche?
Por fin, un abogado de oficio le explica su situación y él insiste en no querer regresar a su país. Era la fórmula para conseguir un permiso de residencia temporal de seis meses.
Torrejón (Madrid), Torrelavega (Santander) y de nuevo Madrid. Otros seis meses de permiso de residencia, última oportunidad de encontrar el empleo que evitaría la repatriación definitiva. Pasan los días. Pruebas médicas en la Cruz Roja y tiques gratis de metro, más doce euros diarios para comer. Por fin, María, una de las cooperantes, le ofrece la posibilidad de viajar a Málaga en busca de nuevas oportunidades.
En la piscina de la urbanización Jardines de Benalmádena, donde paso parte del verano junto a mi familia, Abdul trabaja de socorrista. Fue fácil entablar amistad con él. Todos los días conversamos sobre su país y su cultura. Me llama la atención el respeto tan profundo que siente por su familia, por sus amigos, por los niños…
—¿Qué te gusta de Málaga, Abdul?
—El mar y mi mujer, una malagueña que conocí en la discoteca.
—¿Y qué te disgusta?
—El botellón; y los rumanos, porque roban. No soporto ni a los borrachos, ni a los ladrones. Es parte de mi educación.
—Es injusto generalizar, Abdul, pero comprendo que alguna mala experiencia has tenido para decir eso.
—Claro que sí.
—¿Qué echas de menos de tu tierra?
—A mi madre, a mi padre y a mis hermanos. Pero, sobre todo, a mi madre. Me acordé mucho de ella, cuando estuve enfermo siete días, sin nadie que me cuidara.
—¿Qué piensan de España en tu país?
—Dicen que los españoles fueron los culpables de la actual situación política, al abandonar el Sahara sin decidir nuestro futuro.
—Es verdad, Abdul. Fue una descolonización irresponsable, como tantas otras, por parte de los países europeos; pero ten en cuenta que es el sistema el causante de la miseria de los países del Sur, que obliga a millones de seres humanos como tú a perder la familia, la patria, los amigos… en busca de un paraíso, tan frágil como el viejo motor de la patera.
—Bueno, yo me considero afortunado por ahora. Después de dos años de sufrimiento, al llegar a Málaga trabajé año y medio en una empresa de montaje de placas solares del Parque Tecnológico. Me casé; pero mi mujer no trabaja. Algún día, cuando ella encuentre un empleo, tendremos hijos como tu nieto, ese simpático niño con el que te diviertes en el agua de la piscina. De momento, con mi sueldo podemos vivir.
El otro día, mi nieto Alberto, de dos años, lloró porque no quería mojarse la cabeza ante la insistencia de su abuela Reme. Abdul, mirándolo fijamente, le repetía:
—Los hombres no lloran.
—No pasa nada porque los hombres lloren —le insinuaba Reme, mi mujer—.
—No, señora. Los hombres nunca lloran —repetía Abdul—.
Ante la imposibilidad de debate, Reme optó, inteligentemente, por no entrar en discusión.
A unos metros, bajo la sombrilla, cavilaba yo sobre el sexo del llanto. También a mí me decían de pequeño que llorar era cosa de mujeres, producto de una mentalidad machista que aún no se ha superado en nuestro país. En los centros de internamiento, bajo un puente o ante un interrogatorio sin traductor, no hay lugar para una sola lágrima de debilidad, criterio válido también para las mujeres que corren la misma suerte.
—El año que viene iré a ver a mi familia. Les llevaré regalos —aseguraba el vigilante bajo un sol de justicia, suavizado por la brisa de levante—. A mi madre, un buen perfume de 200 euros; a mi padre y a mis hermanos, relojes y otras cosas que ya pensaré.
—Te vas a convertir en el presumido emigrante que, a su regreso, incita a los jóvenes a arriesgar sus vidas en busca del paraíso, como ocurrió contigo —le censuré—.
—No hay paraíso aquí —afirmaba decepcionado—. Con suerte, puedes aspirar a encontrar un trabajo para comer. Nada más.
Me zambullí en la piscina bajo su atenta mirada, nadé unos minutos y me dispuse a ojear el periódico, día 7 de agosto de 2010. En su interior, sin categoría de noticia de primera página leí: «Rescatadas 27 personas en pateras en Almería y Cádiz». «En Canarias hay 1 500 menores inmigrantes no acompañados, que deben ser redistribuidos por el territorio nacional». Es la historia interminable, a la que nos hemos acostumbrado, impotentes como Abdul, ante la muerte de muchos de sus compatriotas en una noche de quiméricas aventuras de juventud.

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