Las décadas, 29

08-08-2010.
60/70, VIII
Gracias al amigo vasco de Mikel Lasa, Antonio Pacheco había conseguido, desde el principio de septiembre, el trabajo de distribuir el diario La Liberté de Friburgo en Les Daillettes, la colina que daba su nombre a un barrio, situado en la periferia oeste de Friburgo.

—El barrio Les Daillettes —le había dicho Lasa— es el trayecto mejor pagado, porque es el más largo de todos los de la ciudad: 275 francos suizos al mes.
«Pues no está mal ‑pensó Pacheco‑: 25 francos más que por trabajar todas las mañanas en los sótanos de la Maison du Peuple, quitando porquería. ¡275 francos, por darse un paseo repartiendo periódicos! Y, si me doy prisa ‑se decía eufórico aquella primera mañana de septiembre, cuando tiraba de su carrito cargado de periódicos‑, en un par de horas habré terminado el recorrido».
Les Daillettes, hoy engullido por las muchas extensiones que ha tenido Friburgo, era en los años 60 un barrio alargado y estrecho en donde, a ambos lados de la calle, se alineaba un centenar de chalés con extenso y rectangular jardín propio, separados entre sí y de la carretera por respectivas alambradas. Los propietarios pertenecían a la mediana burguesía friburguesa: directores o jefes de empresa, ejecutivos de banco, abogados, médicos, comerciantes o profesores de universidad, quienes, poco antes de jubilarse, habían comprado un chalé o adquirido directamente una parcela y mandado construir en ella la casa en donde pasar el resto de sus días. Les Dailletes era para sus habitantes el lugar ideal, porque existía un servicio de autobús que dejaba a los viajeros en el centro de Friburgo en poco más de un cuarto de hora y porque, a pocos metros del barrio, estaba el Bois-des-Morts con su frondosa y variada arboleda, bordeando uno de los múltiples meandros con que juguetea el revoltoso río La Sarine, en torno a la cercana Basse Ville. Paseando, en los atardeceres soleados, por las alturas del Bois-des-Morts, los jubilados saboreaban la espléndida vista sobre La Sarine, las torres, murallas y torreones del Friburgo medieval.
Cada día, por la mañana temprano, Antonio Pacheco iba hasta el fondo del Boulevard de Pérolles, en donde estaba la Imprimérie Fragnière, para recoger con puntualidad el carrito que contenía los ejemplares de La Liberté que había de repartir. Llegaba a las siete de la mañana. Su carrito tenía el número 12 y debía contener 250 periódicos más numerosos folletos propagandísticos. Tirando de él, Antonio Pacheco subía por la Route de la Fondérie, en cuya mitad arrancaba la calle que conducía a Les Daillettes. La distribución en los buzones de cada chalé comenzaba hacia las siete y treinta. Y solía terminar, según la estación del año y las inclemencias del día, entre las once y las doce de la mañana.
Los habitantes de Les Daillettes ritmaban su jornada en función de la hora en que les llegaba el diario La Liberté. Quienes vivían al principio de Les Daillettes, desayunaban leyendo el periódico. En cambio, los del final de la calle sabían que no lo recibirían antes de Les dix heures, esa merendilla ‑una manzana, un bizcochito o un vasito de leche‑ que suelen tomar a media mañana. De todas maneras, el horario dependía evidentemente de la aspereza del tiempo. Repartir La Liberté en verano, probablemente fuera dar un largo y saludable paseo matinal por Les Daillettes; pero, desde la primera semana de septiembre, con el anuncio del próximo otoño, negros, densos, frecuentes y persistentes nubarrones poblaban la geografía celeste del cantón de Friburgo y derramaban aguaceros sobre Les Daillettes y su repartidor de periódicos, como si no hubiese otros lugares o personas con quienes compartirlos. Naturalmente, no era fácil proteger de la lluvia, al mismo tiempo y con la misma eficacia, la frágil mercancía y a su repartidor; pero él sabía que se jugaba el trabajo, si un periódico, uno sólo, llegaba a manos de los jubilados mojado o en malas condiciones, porque enseguida telefoneaban a la imprenta y amenazaban al editor con anular la suscripción.
Durante la transición del áspero otoño al rudo invierno friburgués, el progresivo e imparable descenso de la temperatura convertía los diluvios en precipitaciones de agua nieve, que el viento del norte convertía en escarcha dispersa por las aceras de Les Daillettes. La subida, con el carrito repleto de periódicos, por las escurridizas aceras de la Route de la Fondérie, se hacía cada mañana más penosa y, sobre todo, se retrasaba la distribución del periódico. En esos días, era frecuente que Antonio Pacheco se encontrara, al otro lado de aquellas puertezuelas metálicas que separan el jardín de la calle, a un señor que le alargaba la mano, solicitando sus periódicos ‑el suyo y el de su mujer‑, bajo un paraguas negro, con sombrero de paño negro, fumando una pipa y refunfuñando algo incomprensible, pero que, sin duda, tenía que ver con el cuarto de hora de retraso. Y cada mañana, hasta bien entrado el mes de octubre, el repartidor de periódicos pedía al cielo que la temperatura descendiera a varios grados bajo cero, porque entonces habría nevado y las máquinas quitanieves habrían pasado por la carretera y sembrado grandes cantidades de sal por las aceras de Les Dailletes.
Las fuertes nevadas solían caer desde primeros de noviembre. Y si la placentera y suave caída de ingrávidos copos persistía durante el reparto de los periódicos, para evitar todo posible retraso, Antonio Pacheco se colocaba un buen paquete de ejemplares bajo la axila, saltaba la barrera metálica que separa los jardines y corría a depositar en el buzón correspondiente el objeto de su carrera. Con este método, conseguía terminar el recorrido en menos de tres horas y, además, le permitía entrar en calor, porque no disponía de guantes, ni de botas de invierno, ni de pantalones apropiados a los diez centímetros de nieve que las tormentas de noviembre solían depositar sobre el barrio Les Daillettes.
Cuando, en aquel sábado del mes de noviembre y tras haber terminado la distribución de La Liberté, Antonio Pacheco Valverde empujaba con su pulgar aterido el timbre de la puerta del apartamento en que vivía, salió a abrirle el amigo Javier Tobajas que, desde hacía unos meses, había abandonado la sotana por el atuendo civil y los estudios de Teología por los de Ciencias Económicas. Dentro dormían, en una habitación, José Lauro Mena y Gonzalo Maroto. Dormían aún, porque trabajaban de vigilantes nocturnos en un hotel y en un hospital, respectivamente. Eran los compañeros del internado de Úbeda ‑la Safa‑ que, cumpliendo con el proyecto de estudios elaborado años antes en Arjona por don Jesús Burgos, habían decidido «Pegar el salto a Suiza» en donde los esperaba, orientaría y ayudaría Antonio Pacheco Valverde. Los dos, según lo previsto, se matricularon en la Facultad de Letras. Pronto, sin embargo, Gonzalo Maroto se cambió a Ciencias Económicas.
Con gesto cansado, Antonio Pacheco empujó la puerta del apartamento, vio que Javier vestía un delantal marrón y que un delicioso olor ascendía hasta los orificios de su congelada nariz. Casi gritó: «¡Paella! ¿Has hecho paella, Javier?». El ex seminarista Javier Tobajas era, entre otras cosas, un excelente cocinero.
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