18-07-2010.
V. FINAL: QUEVEDO, ESE HOMBRE; ESTE HOMBRE.
Hemos visto, en este brevísimo análisis del personaje, a un hombre íntegro, lleno de defectos físicos, pleno de honradez moral. Un hombre trascendente y trascendido, que veía más (con la mirada del espíritu) que todos sus coetáneos. Un hombre a quien le gustaban más las esencias que las apariencias: por eso sus enemigos se equivocaban.
Él encontraba su enorme fuerza moral en la rectitud de sus actitudes, porque lo que importa, en definitiva, es el espíritu y no el cuerpo; la belleza del alma y no la del cuerpo; el mundo ordenado y no el desordenado.
Quevedo critica ásperamente, pero también acepta las críticas, porque comprende que tiene miserias propias. Pero se alza con renovada fuerza moral ante nosotros, porque sus defectos son de menor cuantía, en la escala de valores que él pretende: primero importa el hombre interior; después, el exterior. Ante el ataque a su persona por los defectos físicos inexcusables, escribe estos versos gallardos, dichos sin sátira, pensados en un tú a tú, valientes y definitivos:
[…]
culpo a aquel que, de su alma
olvidando los defetos,
graceja con apodar
los que otro tiene en el cuerpo.
culpo a aquel que, de su alma
olvidando los defetos,
graceja con apodar
los que otro tiene en el cuerpo.
Dios no lo da todo a uno;
[…].
Al que le plugo de dar
mal cuerpo, dio sufrimiento
para llevar cuerdamente
los apodos de los necios.
[…].
Al que le plugo de dar
mal cuerpo, dio sufrimiento
para llevar cuerdamente
los apodos de los necios.
Tres palabras quiero subrayar de estos versos. La primera es la que utiliza para calificar a los que, olvidando los defectos de su alma, apodan los que otro tiene en el cuerpo. Los llama necios. Que no saben, que no advierten ‑y esta es la segunda palabra que subrayo‑ que el alma es más importante que el cuerpo. Sus enemigos, o todos los reticentes, son necios porque se preocupan más de las vanidades del mundo que de lo efímero de la vida. Por eso decíamos antes que Quevedo fue un teólogo seglar, al estilo de la época.
La tercera palabra es absolutamente significativa para mí. El concepto que tenemos de Quevedo, que se suele tener de él, es que fue un personaje cínico, agrio, sin sentimientos. Honrado, sí; pero cruel e intransigente. Nada más lejos de la realidad. Quevedo acaba de decir: «Dios no lo da todo a uno; […]. Al que le plugo de dar mal cuerpo, dio sufrimiento para llevar cuerdamente los apodos». Esa es la palabra importante: sufrimiento. No es un sufrimiento estoico y callado: pasivo. Yo diría que este sufrir de Quevedo es activo, está lleno de amor, de comprensión para otros defectos.
Quevedo ataca, descarna en la forma y en el fondo. Pero en última instancia, recatadamente, el amor, el sufrimiento acompañan ese mensaje de la persona. Sus cárceles personales están llenas del dolor de la prisión, mas no son hueras y desoladas: piensan y aspiran un más allá y un más acá, que puede ser mejorable. Quevedo no está distante del hombre, sino unido a él y a su drama particular.
Por eso, Quevedo no es un mito, un ser legendario y esotérico, sino un hombre pleno, digno y sufriente. No es justo pensar en él como un personaje duro y terrible: al contrario. Debería estar hoy a nuestro lado, con su lúcida visión del mundo, para encantarnos de nuevo con su afilada y justa palabra, con su hondo sentimiento de hombre transido de pesar. Quevedo, amigo incomprendido de los hombres de su tiempo, podría ser hoy, a partir de hoy, ese amigo cabal e implacable que todos necesitamos para andar por la vida.
Linares, a 28 de enero de 1981.