09-07-2010.
En nuestro pueblo, mucha gente joven no habrá tenido noticias de que en la guerra, en nuestro término municipal, estuvo ubicado un campo de aviación, en concreto en el Cortijo de El Donadío, antes de que el Gobierno de Franco, ya terminada la guerra, planificara hacer nuevos pueblos rurales siempre junto a las orillas de los ríos, como son: Campillo del Río, Miralrío, Guadalimar y otros.
En las anchas y llanas tierras del referido cortijo, el Gobierno de la República planeó y realizó ese campo de aviación que, durante la guerra, tenía tan cerca los frentes de Córdoba y Granada, y cuyos trimotores se encargaban de bombardear las líneas y ciudades enemigas. Con qué orgullo y alegría veía pasar a diario por encima de nuestras casas esos pesados aparatos con el ronco zumbar de sus motores y que siempre, cuando subían de su base, se daban una vuelta por nuestro cielo. Según se decía, muchas novias y amigas les hacían señas y así se identificaban y les mandaban saludos.
En nuestro pueblo, no tuvimos la desgracia de que nos bombardearan. Para mí era una fiesta cuando volaban por encima de nuestras calles y plazas. Si me pillaban en la calle, corría para verlos pasar de nuevo por la otra esquina, o por la plaza que tenía más visión. Luego, la gente decía a voces: «¡Son de los nuestros!», y eso parecía que nos daba más confianza y tranquilidad para seguir mirando hacia el cielo.
Una tarde sonó la alarma que había instalada en la Torre del Reloj y, durante bastante rato, un avión estuvo dando vueltas y más vueltas sobre nuestra ciudad. Los mayores decían que eso no les gustaba, pues quizás fuera un avión enemigo que estuviera sacando fotos de los lugares más estratégicos donde se fabricaba material de guerra ‑las fundiciones de Fuentes y Palacín‑ y, acto seguido, venir a bombardearlas. Oír esas conjeturas me llenaba de pavor. En los cines, esas macabras escenas de bombardeo a Valencia o Barcelona y el asedio a Madrid las veíamos a diario: casas derruidas y gentes, que las sacaban de entre los escombros, muertas o mutiladas. Todas esas escenas y escuchar las opiniones y conjeturas me daban verdadero pánico; y más aún cuando, a la mañana siguiente, bien temprano, de nuevo la sirena se encargó de despertarnos, tocando a zafarrancho de huida. Yo me dije: «Es verdad lo que pronosticaban los hombres: ya están aquí para bombardear».
Mi madre, mi padre y todos, en tropel, nos bajamos al sótano o a la cantina que tenía la casa, donde el Ayuntamiento había puesto un letrero en la puerta que decía: «Capacidad del sótano: 25 personas». La sirena seguía desgranando sus aterradores sonidos de advertencia. Ya, todos reunidos en el sótano, mis padres, dándonos confianza, nos decían: «Ya veréis como no pasa nada». Y así fue. Cesó la sirena y cada uno nos fuimos a nuestros quehaceres. En el taller, se comentó que el avión, que pasó alarmándonos a todos, era el mismo que la tarde anterior sobrevoló nuestro cielo, despistado, y se volvió a su base de Albacete para, en la mañana siguiente, pasar de largo; hecho que motivó la alarma de esa mañana.
Una tarde de domingo, varios aprendices del taller, mi hermano Juan y yo decidimos ir a El Donadío para observar los aviones de cerca, pues ninguno habíamos tenido la ocasión de verlos parados. Después de comer, enfilamos el camino de Graná y, hablando, cada uno dando sus opiniones particulares, nos pusimos en el Llano de las Casas, carretera adelante, hasta llegar al referido cortijo. Allí pudimos verlos, no tan cerca como hubiésemos deseado, pues había centinelas que impedían el paso; pero nosotros saciamos ese interés, viéndolos alineados desde lejos con sus brillantes hélices paradas y su fuselaje de color grisáceo. Ya bien entrada la noche, llegamos a nuestra casa casi agotados por el esfuerzo realizado, pero contentos porque habíamos conseguido hacer real un sueño.
En aquel tiempo, en Úbeda, y en prevención de los bombardeos aéreos, se construyeron varios refugios antiaéreos. En la iglesia de la Trinidad, frente a la Casa de Biedma, se abrió una puerta y todo el subsuelo se habilitó como sótano y refugio para ese menester. El surtidor de gasolina, que había instalado entonces en ese lugar, no impedía el acceso, pues ocupaba poco terreno. Sólo se componía de una columna que se abría por su frente, dando vista a sus dos recipientes simétricos de cristal, de cinco litros, y el manubrio que el encargado impulsaba adelante y atrás, para llenar el primer recipiente y, mientras se desocupaba, el otro se iba llenando. Todo muy rústico y primitivo. Junto a la pared, había como una garita de madera, donde el hombre guardaba el embudo y otros utensilios.
Muchas tardes, después de terminar nuestro trabajo, los aprendices entrábamos al sótano, subíamos unas escaleras que había y que daban a la desmantelada iglesia. Como taller de coches para el que estaba habilitada, pasábamos ratos muy agradables, montándonos y conduciendo a nuestra manera, mientras otros nos achuchaban.
Se construyeron varios refugios. En el centro de la Plaza del Reloj, como todas nuestras generaciones la hemos conocido, se hizo, quizás, el más grande y profundo, pues se decía que comunicaba con la otra puerta que había en el Claro Alto de San Isidoro. En la Plaza de los Carreteros, su entrada estaba llena de escombros y piedras con una altura de más de dos metros. Se circulaba alrededor, por una vereda en la misma acera. Otra boca había en la entrada de la Calle Llana de San Nicolás, junto a la citada plaza. Esas entradas a los refugios mencionados eran del mismo estilo. Un medio punto de ladrillo visto por su grueso, muy artístico, y las escaleras igualmente.
Otro refugio, que aún subsiste, es el que hoy es el Mesón Gabino, en la calle Fuente Seca. Después de su primer cometido, fue almacén de carbón. En lo alto del Real, donde estaba el Comercio de los Espejos de Sánchez Robles y Esteban, hoy comercio de Robles, en la acera que da al Real, había otra escalera de entrada a otro refugio. Otro más que recuerdo estaba en la Calle Nueva, por donde hoy está la farmacia Sánchez Díaz, más o menos. Había algunos más, como el de la casa en que yo vivía, en la calle Compañía, 2. En sus puertas todos tenían el letrero con la capacidad de personas que en él se podían acoger.