Reseña humana de Quevedo, 4

07-07-2010.
IV. LAS CÁRCELES DE QUEVEDO.
La visión más característica de Quevedo con respecto al mundo, la que aparece evidente o subyace en toda su producción, está muy relacionada con la idea de prisión, tal vez en correlación con los diversos encarcelamientos que hubo de sufrir en diversos momentos de su vida.

No voy a hablar de este tipo de cárcel impuesta por la justicia, o quién sabe si por la injusticia. Las cárceles que Quevedo llevaba en su cuerpo y en su espíritu le eran connaturales e inevitables y le condicionaron en su concepción del mundo y de las personas. De estas cárceles del cuerpo y del espíritu voy a hablar.
A la primera de ellas se le puede llamar cárcel moral. Tal y como Rozas explica, don Francisco se encontraba rodeado por un mundo que le parecía absurdo. Pensaba «que el mundo, bien hecho por Dios, había sido desordenado» por los hombres. Estos hombres han perdido su dignidad y se han transformado en instrumentos de su nueva escala de valores éticos; por eso Quevedo “cosifica” al hombre.
De este postulado, arrancan sus dos visiones distintas del mundo, cuando nos acercamos a su obra literaria: de un lado está el mundo ordenado por Dios, recto y perfecto; de otro, y como contraste, el mundo desordenado por el hombre.
El mundo ordenado por Dios es bello, es armónico, es digno de entregar lo más preciado por él: la vida. Cuando el mundo está ordenado, la mujer ocupa el lugar de privilegio que le corresponde y merece el respeto y la admiración del hombre. En este razonamiento se mueve la mejor poesía amorosa que se haya escrito en lengua española. Leamos un soneto de Quevedo como ejemplo.
Los que ciego me ven de haber llorado
y las lágrimas saben que he vertido,
admiran de que, en fuentes dividido
o en lluvias, ya no corra derramado.
Pero mi corazón arde admirado
(porque en tus llamas, Lis¡, está encendido)
de no verme en centellas repartido,
y en humo negro y llamas desatado.
En mí no vencen largos y altos ríos
a incendios, que animosos me maltratan,
ni el llanto se defiende de sus bríos.
La agua y el fuego en mí de paces tratan;
y amigos son, por ser contrarios míos;
y los dos, por matarme, no se matan.
Quevedo puede ser un magnífico cantor del amor, porque este es un sentimiento puro, creado por Dios, pero puede lanzar una serie de invectivas contra las mujeres, porque ellas son culpables de la desvalorización ‑con sus engaños y frivolidades‑ de un sentimiento tan elevado. Esta actitud le hará escribir sonetos misóginos como este:
Rostro de blanca nieve, fondo en grajo;
la tizne, presumida de ser ceja;
la piel, que está en un tris de ser pelleja;
la plata, que se trueca ya en cascajo;
habla casi fregona de estropajo;
el aliño, imitado
a la corneja;
tez, que con pringue y arrebol, semeja
clavel almidonado de gargajo.
En las guedejas, vuelto el oro orujo,
y ya merecedor de cola el ojo,
sin esperar más beso que el del brujo.
Dos colmillos comidos de gorgojo,
una boca con cámaras y pujo,
a la que rosa fue vuelven abrojo.
La segunda cárcel de Quevedo era la metafísica. Según él, el hombre se encuentra prisionero de la vida. Nace para morir. Es un ser abocado hacia la muerte. Su gran enfermedad es la vida y debe tomar conciencia de que el tiempo pasa constantemente y lo conduce, sin que nada pueda hacer por evitarlo, hacia la muerte.
En torno a esta visión profunda del mundo puede organizarse toda la gama temática de nuestro autor. Ella puede servir para deshacer las aparentes contradicciones que pueden encontrarse en su producción literaria. Los seres humanos no quieren advertir cuál es su papel en esta vida; de ahí que arremeta contra ellos, los satirice y denuncie sus vanidades de todo tipo.
Esta forma de entender nuestra vida en la tierra es muy medieval, efectivamente. La vida entendida como un valle de lágrimas, «Hanc lacrimarum valle», tránsito para el más allá, es un tema muy repetido en la literatura medieval. Pero hay unos visos de modernidad en el planteamiento de Quevedo que no quiero pasar por alto. La filosofía o teología medieval aceptaban la existencia terrena, desde el punto de vista de la fe, como una transición hacia un bien infinito. Tenía, por tanto, un anhelo, una esperanza, un asidero espiritual para sobrellevar las calamidades del mundo.
En Quevedo, junto a esta fe íntima y recatada, aparece un claro escepticismo. Y es en este punto donde encontramos uno de los rasgos de mayor modernidad de nuestro autor, pues se convierte así en un claro precedente de las teorías existencialistas y de la línea de pensamiento llevada por los escritores de la Generación del 98. El escepticismo de Quevedo tal vez provenga de la ingente labor que habría de realizar la sociedad ‑esa tabla rasa de que hablábamos antes‑ para que el mundo volviera estar otra vez ordenado en sus valores de todo tipo.
Esta angustia vital, típica del existencialismo, distinta y matizada en Quevedo, por supuesto, cercan al escritor y le acongojan terriblemente. Es, en fin, el pensamiento que proporciona coherencia y unidad a toda su creación literaria.
Leamos un ejemplo de esta angustia vital en Quevedo.
iCómo de entre mis manos te resbalas!
¡Oh, cómo te deslizas, edad mía!
¡Qué mudos pasos traes, oh, muerte fría,
pues con callado pie todo lo igualas!
Feroz, de tierra el débil muro escalas,
en quien lozana juventud se fía;
mas ya mi corazón del postrer día
atiende el vuelo, sin mirar las alas.
¡Oh, condición mortal! ¡Oh, dura suerte!
¡Que no puedo querer vivir mañana
sin la pensión de procurar mi muerte!
Cualquier instante de la vida humana
es nueva ejecución, con que me advierte
cuán frágil es, cuán mísera, cuán vana.
La tercera y útima cárcel de Quevedo, la que probablemente sobrellevó con más donaire, a pesar de las terribles sátiras y sarcasmos que hubo de soportar por ella, fue su cárcel física. Es de todos sabido que Quevedo era cojo y andaba bastante mal de la vista; tanto, que usaba unas lentes. Bien porque el uso de las lentes no estaba generalizado, bien porque su personalidad era muy notoria, sabemos que a estas lentes o gafas circulares se las conoció por mucho tiempo como quevedos, por referencia al apellido de aquel extravagante personaje que se atrevía a utilizarlas de continuo.
Este simple dato nos confirma en la enorme popularidad de nuestro autor. Pero lo que importa ahora es insistir en que Quevedo supo aceptar sus carencias corporales, su cárcel física, con enorme naturalidad.
Francisco Ayala cuenta de Quevedo la siguiente anécdota sobre su cojera:
Habiendo entrado (…) en casa de unas damas para oírlas cantar y tocar el arpa (…) y como iba de hábito largo para encubrir la fealdad de los pies, descubriósele casualmente un pie. Viéndolo la una de ellas, dijo: «¡Oh, qué mal pie!». Reparó inmediatamente otra, y añadió: «Con mal pie entraron vuestras mercedes aquí». (…) Estuvo don Francisco muy severo, y con igual prontitud respondió: «Yo les prometo a vuestras mercedes, señoras mías, que hay otro peor en el corro». Empezaron entonces a mirarse unas a otras y a registrar los pies de los que venían en su compañía, diciendo: «¿Cuál será?». Y después que les hubo detenido un rato en duda y curiosidad, sacó el otro pie y dijo: «Este, señoras»; pues tenía un pie más mal hecho y más torcido que el otro.
En cuanto a la vista, parece que no sólo era corto de ella, sino que la tenía desigual; o quizá llegó a perderla por completo en uno de sus ojos.
Tampoco debía ser atractivo en el conjunto de su figura y él mismo se autocalifica de costal o saco, haciendo un juego de significados entre su aspecto físico y su facilidad de palabra para la crítica en estos versos escritos, sin duda con donaire, por su pluma:
“Sólo afirman que soy bueno
para costal, y presumo
que el atarme por la boca
les califica este punto.
Sus enemigos arremetieron contra su deforme figura, como sabemos, para zaherirle malamente en el único aspecto personal en que Quevedo no podía tener defensa: su figura. Quevedo, al reírse de sí mismo, desmoronaba la mordacidad de sus contrarios enemigos.
Estas tres cárceles las asumió y vivió con intensidad y, consecuente con ellas, actuó siempre con el favor de los que le rodeaban, o con la reticencia de los que le temían, o con el odio de los que le querían mal.

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