02-06-2010.
60/70, I
—¡Martell! ¡Martell! —gritaba con voz rajada un hombre pelirrojo, alto y fornido, abriendo la portezuela del bar que comunicaba con la planta baja, en donde estaban la bolera, los servicios y, al fondo del pasillo, la caldera de la calefacción—.
Nunca llegó a saber Antonio Pacheco Valverde porqué monsieur Spicher, el patrón de La maison du peuple, lo llamaba Martell. «¡Martell!», gritaba cada día a las ocho menos cinco de la mañana para que de la bolera subiera a tomar el desayuno, y «¡Martell!» repetía a las doce menos cinco para que subiera a almorzar. Y cada día, desde hacía ya una semana, Antonio Pacheco Valverde se sentaba para desayunar y almorzar con la media docena de empleados del bar-restaurante La maison du peuple, después de haber pasado toda la mañana en la planta baja limpiando váteres, encerando la pista de la bolera y alimentando la caldera de la calefacción.
Terminado el almuerzo, Antonio Pacheco Valverde se despedía de los empleados, levantando tímidamente la mano y diciendo «Au revoir et à demain»; luego, abría su pequeño ropero, se colocaba el abrigo y la bufanda, y salía a la Rue de Lausanne, que aún estaba nevada. Quince minutos después, tocaba a la puerta de un piso y le abría la señora Herminia, madre de Abdón Gómez, un emigrante gallego al que Antonio Pacheco Valverde le alquilada una habitación y le pagaba la cena. Abdón Gómez tenía 25 años y trabajaba de fontanero en la empresa Schaller. Abdón llegó a Fribourg a mediados de los cincuenta, con la primera oleada de emigrantes españoles. Casi analfabeto, hablaba bien el suizo-francés y era un experto en el juego de bolos. Allí, en la bolera de La maison du peuple, se conocieron y se hicieron amigos un sábado por la tarde.
Después de ducharse, Antonio Pacheco Valverde se cambiaba de ropa, descansaba unos minutos y, a las dos y cuarto, tomaba asiento en un aula en donde los profesores de Literatura Española o el de Filología Románica o el de Literatura Francesa impartían sus cursos. Al día siguiente, salvo sábados y domingos, la llamada a «¡Martell!» se repetía con puntualidad infalible, y Antonio Pacheco Valverde desayunaba café, pan con mantequilla y mermelada a las ocho de la mañana, tras haber fregado escupitajos, orina y otras lindezas en los váteres del subsuelo. Cuatro horas más tarde, a las doce menos cinco, después de haber encerado la bolera con una especie de rodillo eléctrico, de haber barrido el largo pasillo que conducía a la caldera de la calefacción y de haber arrojado en ella viejos periódicos y leña, volvía a retumbar el grito «¡Martell!». Entonces, Antonio Pacheco Valverde se lavaba las manos y subía al comedor para almorzar con los otros empleados. La nieve le esperaba a la salida del bar y a las dos y cuarto reanudaba su horario académico en la Facultad de letras de la Universidad de Friburgo, tras haberse duchado y cambiado de ropa en la habitación del piso de la señora Herminia. Por la noche, después de la cena en familia con Abdón y su madre, a menudo se encerraba en su habitación, leía los apuntes del día tendido en la cama y se dormía pronto porque se sentía cansado y porque, al día siguiente, a las siete de la mañana estaría de nuevo tocando el timbre de la puerta del bar llamado La maison du peuple. Y, a veces, al apagar la luz, solía repetirse: «¡Pero qué coño hago yo en este país!».
Aquel 30 de abril, Antonio Pacheco Valverde se acostó contento, porque al día siguiente recibiría del señor Spicher su primer salario: 250 francos suizos que le permitirían pagarle 100 a la señora Herminia, la madre de Abdón, por el mes de cena y cama, y comprarse unos zapatos con suela de goma gruesa y calcetines adecuados al frío intenso y a la nieve. Muy poco dinero le sobraría para cubrir durante el mes de mayo las necesidades académicas y para tomarse alguna vez una cerveza en el Plaza, el bar en donde solían reunirse los fines de semana los emigrantes españoles.
Antes de dormirse aquella noche del 30 de abril, Antonio Pacheco Valverde se acordó de que pronto se cumplirían dos meses de su llegada por segunda vez a la estación de Friburgo y esta vez con intención de quedarse en Suiza. La primera fue el 20 de diciembre del año anterior: venía de Ginebra, a donde llegó desde Barajas en un vuelo de Iberia. Lo había invitado su hermano Federico a pasar las fiestas de Navidad y Año Nuevo. Era la primera vez que salía de España y también la primera que viajaba en avión. Como le había señalado a don J. María Burgos, en una carta que le envió a Valladolid a mediados de noviembre, el objetivo de aquel primer viaje a Suiza era obtener personalmente informaciones acerca de dos cuestiones importantes, relativas al proyecto pedagógico que su antiguo profesor de Literatura estaba pergeñando: una, saber si era posible matricularse en la Facultad de Letras de la Universidad de Friburgo; y dos, cerciorarse de que era posible encontrar un trabajo que le permitiera vivir y responder a las exigencias del horario académico. La respuesta al primer interrogante era ‑según le dijeron en el secretariado del decanato‑ una cuestión de papeleo y de aprobar un examen de acceso a la Facultad de Letras. La respuesta a si se podía trabajar y estudiar se la proporcionó un asturiano, llamado Paco Álvarez, joven presidente de la Asociación de Españoles Emigrantes en Friburgo y asiduo jugador de bolos en La maison du peuple:
—Aquí lo que sobra es trabajo —le dijo—; y, sobre todo, trabajo sin contrato, que es lo que tú necesitas. Conozco bien al patrón de aquí, el señor Spicher: le pediré que te encuentre un hueco y negociaré con él la cuestión de que sea compatible con tu horario en la universidad. Si, como me has dicho, vuelves para mediados de marzo próximo, el primero de abril del año que viene tendrás trabajo aquí, en La maison du peuple.
Y, antes de dormirse aquella noche del 30 de abril, Antonio Pacheco Valverde rememoró las múltiples peripecias que le condujeron a tomar la decisión de viajar por segunda vez a Suiza, esta vez en tren y para quedarse en Friburgo.
De hecho, todo empezó cuando a finales de junio recibió una carta de la Safa en la que el Rector le anunciaba que no volvería a Alcalá la Real, en donde había estado de maestro el curso anterior, porque su nuevo destino era Alcalá de Henares. Nuevo destino que, el mismo rector, modificaba dos semanas después diciéndole que el próximo curso enseñaría en la Escuela de Maestría Industrial de Úbeda, cuyo director era don Diego, su antiguo profesor de Matemáticas.
Estos cambios, totalmente desprovistos de argumentación y de motivación alguna, sonaron en el cerebro de Antonio Pacheco Valverde como órdenes despóticas y arbitrarias que encendieron en él un sentimiento de rebeldía. La obediencia sumisa, impuesta durante años por las autoridades jesuíticas, pretendía prolongarse ahora más allá del internado. «Mi barco lo dirijo yo y en las aguas que yo decida», se dijo entonces. Y fue entonces cuando nació en él la idea de estudiar en el extranjero. Sabía ya que su hermano Federico, con beneficio de una beca, estudiaba en la Universidad suiza de Friburgo. Pensaba escribirle y explicarle sus pretensiones. Pero antes quería saber qué pensaba del asunto don J. María Burgos, su antiguo profesor de Literatura. Le escribió a Valladolid y una semana después le llegaba la respuesta. En ella, don J. María Burgos le proponía pasar el mes de agosto con él y otros chicos de la Safa para hacer un largo viaje en auto-stop. Saldrían de Andújar, bajarían a Almería y recorrerían toda la costa mediterránea hasta Barcelona y luego Andorra. Se trataba de un grupo por él elegido, con el que ya se había reunido varias veces.
—La última vez —le decía en la carta—, fue el verano pasado en Arjona. Allí celebramos una reunión en la que participaron José Lauro, Gonzalo Maroto, Joaquín Marqués y Manuel Roncero. Y allí, en casa de Lauro, se redactó el ideario fundacional de nuestro proyecto, cuyo objetivo a largo plazo sería darle un impulso novedoso al empobrecido panorama pedagógico español.
La carta resumía en grandes líneas un ideario que rezumaba idealismo, generosidad, inquietudes sociales y culturales. Se acordó, en dicha reunión, que los estudios universitarios se realizarían en el extranjero, con objeto de enriquecer el aprendizaje de idiomas y abrirnos a otras culturas. Se decidió, también, que cada cual estudiaría la disciplina universitaria preferida, evitando los dobletes. Le contaba, en fin, que el acto terminó con una especie de juramento de secreto total, en el que se anteponían los intereses del grupo a los personales y familiares; hasta se hizo una foto con primer plano de las manos de cada uno sobre el documento.
—Cuento contigo para formar parte del equipo. Cuando puedas, pregúntale a tu hermano qué posibilidades hay de estudiar y trabajar allá donde él está. Y vente con nosotros al auto-stop. En cuanto al trabajo en la Escuela de Maestría Industrial, tú decides. Podemos hablar de ello durante el auto-stop.
Decidió participar en el auto-stop y decidió también ir en octubre a Úbeda, para enseñar en la Escuela de Maestría Industrial. En su mente tenía ya resuelto que pasaría la fiestas navideñas en Suiza con su hermano Federico y que, si todo se desarrollaba favorablemente, a principios de marzo le presentaría la inesperada dimisión al director de la Escuela de Maestría Industrial, don Diego, su antiguo profesor de Matemáticas.
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