03-06-2010.
Miguel atesoraba una gran experiencia tanto en la seducción y enamoramiento del bello sexo, como en administrar sus recursos financieros con la pericia de Solbes o incluso Rato.
Si alguien necesitaba dinero, allí estaba Miguel para solventar el problema y obtener de paso algún pequeño beneficio adicional.
—Oye Damas, déjame diez pesetas, que te las devolveré cuando reciba carta de mi casa.
Él te miraba, tomándose unos instantes para valorar la situación, sacaba una libretilla del bolsillo de los “tejanos”, consultaba su lista de deudores y contestaba en voz alta para convocar a un grupo de compañeros, cuantos más mejor, que acudían divertidos a reír sus ocurrencias:
—Moreno, te voy a dejar las diez pezetas porque zomos amigos; pero no te acostumbres, que yo no zoy er Banco Central.
Las risas generales de los espectadores, le hacían crecerse y motivarse en el discurso.
—O zea, que cuanto antes güervan las diez pezetas a mi borzillo, mejor.
Yo, mientras tanto, consciente de que esta era la liturgia que el préstamo requería, con cara de imbécil esperaba que terminase el ceremonial y me diera las diez pesetas.
—No te preocupes, Miguel, que mañana te las doy.
—Zi no tiene que zer mañana ni pazao. Yo lo que quiero decir es que cuanto antes güervan a zu zitio mejor y zu zitio es ezte.
Y se llevaba la mano al bolsillo. Juan Ruiz, muy serio en apariencia, intervenía entonces para motivarle y excitar más aún su creatividad.
—Pero Miguel, si tú no tienes problemas de dinero.
—Mira, Ruiz Roa: tú eres mu listo pa las Matemáticas; pero el Armanza me debe tres pezetas, er Cutiño ziete y er Maezo, que ze fue ayer a correr a Jaén, me debe cincuenta. Y ahora las diez der Moreno.
Más risas y más diversión para la parroquia congregada.
Así, en medio del corro de alumnos que se divertían escuchándole, iba haciendo pública la lista de morosos del curso, sin manifestar el menor respeto por el secreto profesional del banquero, ni por el derecho a la intimidad de los endeudados.
Al final, cuando el interés por el discurso decaía y el público se disponía a abandonar la asamblea, con gran solemnidad sacaba del bolsillo diez pesetas, volvía a repetir la letanía y me hacía entrega de la importante suma, que yo aceptaba sin ningún agradecimiento por la afrenta a la me había sometido, antes de proceder a socorrerme.
Además de magnífico administrador, fue un excepcional asesor de inversiones, aunque quizás sería mejor decir asesor de apuestas deportivas. Algunos sábados y domingos por la tarde, sobre todo si llovía, nos refugiábamos en “Los billares” que estaban bajando por los soportales de la antigua Plaza del General Saro a mano derecha, en una calle muy estrecha que arrancaba desde la misma plaza.
Era un gran salón con futbolines, mesas de ping-pong y de billar en donde se podía fumar tranquilamente, porque allí nunca entraban los profesores y en donde, a veces, en secreto, se jugaban al billar pequeñas cantidades de dinero. Nuestro paladín en el billar, por supuesto, era él. Antes de entrar a la sala, casi en la puerta, nos preguntaba:
—¿Quién quiere jugarze los cuartos ar billar?
Nosotros, haciendo un cálculo rápido en base a nuestra ambición y a nuestro miedo a perder, le decíamos las cantidades que estábamos dispuestos a arriesgar, una o dos pesetas como mucho. Una vez recogidas o anotadas en la libretilla de deudores las cantidades de la apuesta, a la cabeza del grupo, como verdadero jefe de la pandilla, entraba en la sala, se dirigía a una mesa ocupada por señores, algunos con el cabello blanco, les saludaba y luego preguntaba con educación exquisita y oficio demostrado, si podía participar en la partida.
—Son diez pesetas, niño —le contestaban, creyendo que se asustaría al oír la cantidad—.
—Muy bien, señor. Si me permite, jugaría con mucho gusto.
Todos quedaban admirados de aquellos modales tan finos y educados y aquel “pico de oro” de Miguelín. Pensaban, además, que desplumarle las diez pesetas sería coser y cantar y le aceptaban en la partida, dejando escapar alguna sonrisilla maliciosa.
Durante el juego, demostraba un temple y un dominio impropios de su edad. Manejaba el taco con maestría, golpeaba las bolas dándoles el efecto justo, dominaba el arte del “corrido” y del picado, agrupaba, enlazaba largas series de carambolas, golpeaba fuerte y de nuevo volvía a reunir las bolas en un rincón para seguir jugando.
¡Un genio del tapiz! Nosotros le observábamos sin parpadear, sabiendo que en cada golpe nos jugábamos dos o tres pesetas vitales para nuestras frágiles economías. Terminada la partida, cobraba, estrechaba la mano de sus contrincantes y con la misma distinción, gracia y donaire con que había saludado, se despedía de los jugadores, diciéndoles que con mucho gusto continuaría, pero que antes de las ocho debía estar en el colegio. Se alegraban de verlo marchar. En la puerta, antes de repartir “dividendos”, consultaba la lista de los empeñados y procedía a la autoliquidación de la deuda:
—Moreno, me debías diez pesetas menos las dos que acabas de ganar y las dos que me has dado, te quedan zeis. A ver cuándo las pagas, que yo no zoy er Banco.
Se guardaba las ganancias y comenzábamos a correr para no llegar tarde. No se le escapaba ningún detalle.
—Moreno, si pregunta el padre Gallego que de dónde venimos, le dices que hemos estado con don Izaac.
Para con nosotros consideraba que no era necesario mantener las formas elegantes de que hacía gala ante los extraños.