31-05-2010.
Sus niños… ¡Cuán hondo le hubiera consolado verles, oírles, reconocerles…! Saber de sus aficiones. Conocer sus dudas y anhelos… Retomar sus vidas crepitantes. ¡Qué paraíso terrenal hubiera sido! Y llevarles a comer, cada domingo a un hotel distinto… Y viendo que la cuerda no crujía, hacerles agosto, empapándoles en Italia y Grecia. Sus niños, llamados estaban a ser los herederos absolutos de sus pedagogías. Y mayoritarios de su hacienda: “Espina son que me llevo atravesada para la eternidad”.
Ya todo a punto. Y él, hecho a la muerte, agradecía a Dios la paz, la entereza que disfrutaba. Y el plus de tiempo, de vida. Acaso fuera un presupuesto gratuito para husmear su presencia siempre esfumada, huidiza.
El mal silencioso y a trechos benigno, de momento enriquecía a Burguillos. Le ayudaba a valorar la vida y cuanto hay en ella. Por fin, lo que nunca captó cuando niño ‑“El tiempo es oro”‑, lo profundizaba con una clarividencia diáfana… Oro se le hacía esperando, aunque fuera en el corredor de la muerte. Oro fino en recuerdos, amores, proyectos y aun fracasos. Que mientras hay vida…
A destiempo repuntaba la estima de lo poco que en capacidades se remansó en él y que nunca su cultivo fue prioritario en sus afanes. Lo justo para el consumo de cada día. Y oxidadas, estaban por desuso, la expresión y su influencia personal. Y en ambas se apuraba: cartas, charlas, consejos… Que a veces le hacían pensar en el palomar de sus padres: ruinoso, pero floreciente en arrullos y pichones.
En esa bonanza desbravaba Burguillos la fiereza de la muerte, “desdicha fuerte”. Y pensaba que puesto que es inevitable: “¡Fuera dramatismos!, y que Dios permita que ocurra con dignidad. Cada día mueren padres y madres. Y dejan tiernas criaturas desamparadas… Y jóvenes mueren florecidos en amores y proyectos que nunca maduraron. Y aun niños se van sin hollar la vida. Murió Héctor. Cayó Troya. Y no fue el fin… Que, al día después, el sol iluminó sus calles sembradas de cadáveres. Y más allá de sus torres humeantes, muy cerca, en el vinoso ponto arrancó destellos a los delfines retozones. Y los humanos, con sus trabajos y sus días, siguieron afirmando que la vida siempre sigue y siempre es bella”.
Sorprendido estaba Burguillos de su bienestar. Comía y dormía como cuando joven. Y gozaba una paz íntima ‑ataraxia‑, como nunca gozó. Le costaba creer que, liado a su sexo, llevaba un nidal de termitas insaciables que ‑partícula a partícula‑ feroces, sigilosas, imparables, lo iban colonizando… De momento, la medicación las distraía a cambio de un rebote agresivo, destructor: en días, le rapó el vello del tronco y extremidades; no le emasculó, pero le licuó las gónadas. Intentaba la castración en punto cero. Y sus mamilas se abultaron como senos de quinceañera floreciente. Pese a todo, Burguillos se sentía fuerte y ágil de piernas y de cabeza. Y tan sereno de ánimo, que le apetecía cantar y hacer versos.
Fue una tarde agosteña. Una tarde de pájaros, mariposas y amapolas como besos de sangre en el oro del trigal. Cansado de tanto caminar, volvía a su descanso de siempre. Una linde, en lo alto de un declive, siempre soleado y rico en panes.
¡Cuántas tardes, cuántos años, desde allí, había sentido Burguillos la apoteosis, la gloria de vivir! Esa tarde, desahuciado ya, pensó qué bello momento y lugar para morir. Y escribió estos versos:
Cuando yo me muera, que sea en el campo.
Una tarde serena. Sin estertores ni espasmos…
Sin ayes de muertos.
Que canten los pájaros
y los aires lleven romero y verbena.
Solo entre los trigos. Los ojos muy abiertos…
que vean pasar las cigüeñas.
Y la noche azul me los llene de estrellas.
Las manos repletas de rubias espigas.
Por fin, siempre quietas
de tantos temblores y tantas fatigas…
Si me comen las aves, lagartos y hormigas,
que respeten mis ojos, que son relicario
de estrellas dormidas. Y guardan los rostros de gentes queridas.
Mis manos respeten,
que ellas atesoran miles de caricias.
Por Dios, que no toquen mis labios,
que guardan saberes
de santos y sabios. Mazos de consejos…,
y un rosal florido
de piropos y besos.
Que lleven mis restos
a aquel cementerio,
donde mis padres duermen
el su sueño eterno.
Una tarde serena. Sin estertores ni espasmos…
Sin ayes de muertos.
Que canten los pájaros
y los aires lleven romero y verbena.
Solo entre los trigos. Los ojos muy abiertos…
que vean pasar las cigüeñas.
Y la noche azul me los llene de estrellas.
Las manos repletas de rubias espigas.
Por fin, siempre quietas
de tantos temblores y tantas fatigas…
Si me comen las aves, lagartos y hormigas,
que respeten mis ojos, que son relicario
de estrellas dormidas. Y guardan los rostros de gentes queridas.
Mis manos respeten,
que ellas atesoran miles de caricias.
Por Dios, que no toquen mis labios,
que guardan saberes
de santos y sabios. Mazos de consejos…,
y un rosal florido
de piropos y besos.
Que lleven mis restos
a aquel cementerio,
donde mis padres duermen
el su sueño eterno.
Puntual y glorioso llegó septiembre. Y doró la campiña en oros viejos, espléndidos. Y deshidratado como estaba de savia y consuelos de arriba, visionaba Burguillos los septiembres de su infancia. El Amoroso, dulzón de moscateles… Y se refugiaba en el pasado porque el presente, por mucho que lo embadurnase de azul cielo, era un cepo. Peor que aquellas bolas de hierro de algunos encarcelados.
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