Mi licencia, mi primer hijo, 1

23-04-2010.
El amor ha llamado a mi corazón varias veces siempre muy quedo, muy despacio. Así tengo que confesarlo. Se dice que «el casamiento y la mortaja del cielo bajan», y yo la última y definitiva vez que me enamoré sentí un fuerte golpe en mi corazón, golpe que aún siento. Y me casé, y llevamos cerca de seis décadas de verdadero amor creciente.

Cuando después de varias cartas, esquineos por calles y promesas incumplidas logré que fuera mi novia, me entraron un descanso y una felicidad sin límites. ¡Con qué felicidad y orgullo iba, cuando nos paseábamos por el Real por las tardes, con su bonito vestido de pañete color avellana, con su corbata de la misma tela, luciendo en su pelo rubio un oloroso manojillo de celindas, o aquel vestido de piqué blanco con los botones rojos y cinturón de cuero, del mismo color, que yo le había regalado! ¡Qué tardes más felices pasaba! O aquellas tardes de domingo, cuando íbamos al cine del Teatro Principal, a la matiné (pues al principio no íbamos a otro), y salíamos y llovía y nos juntábamos bajo el paraguas mientras que, a veces, nuestras manos se entrelazaban. ¡Qué momentos más inolvidables! Y aquel prolongado beso de despedida…
He besado a mis padres, a mis hermanos, a mis seres queridos con mucho cariño, con mucho afecto; pero el primero, el primer beso que le di a mi novia (hoy, mi mujer), ése, marcó una huella en mí muy grande; un placer, un deleite que no sé definirlo con palabras. Es un fuego que nació en mi corazón, cuya llama perdura y perdurará con más calor.
Después de pasar 28 meses o más de 840 días sirviendo a Franco, un día soleado de agosto del año 1946, con mucha alegría por mi parte, me dieron la licencia en un pueblecito de Aragón, de Zaragoza, en Movera, en una torre donde estaba ubicado el Hospital de Ganado de la 2.ª Región Militar. Unas noches anteriores a ese feliz acontecimiento, nos fuimos varios compañeros, después de cenar, a pasar un rato en el bar del pueblo. Cuando volvimos, ya tarde, nos arrestaron y nos tomaron los nombres; y, al día siguiente, el coronel mandó un pelado general; y así llegué a mi casa, luciendo un brillante niquelado, que no fue obstáculo para que mi madre y mi novia me recibieran con los brazos abiertos.
Al día siguiente, me incorporé a mi trabajo (que, por cierto, a la empresa le hacía falta mi cooperación; y a mí, el dinero aún más). La cosecha de aceituna se presentaba muy buena y los agricultores ya se preparaban de mantones, espuertas y capachos: de todo lo que hacía falta. Y los pedidos de ese material desbordaron todas las previsiones.
Ese invierno, como todos los demás, además de trabajar a destajo, me llevaba trabajo a mi casa y así me pude hacer la dote sin grabar económicamente a mi familia.
Y un feliz día, el 31 de mayo de 1947, me uní cristianamente en matrimonio, en la iglesia de Santa María de los Reales Alcázares de Úbeda, junto al altar de Nuestro Padre Jesús. Bendijo esa unión el párroco y poeta don Marcos Hidalgo Sierra. Me casé con el único y gran amor que he tenido en mi vida: mi Manuela, que tanto he querido y sigo queriendo. Ese eslogan comercial, que se dice en el día de los enamorados, «Hoy te quiero más que ayer, pero menos que mañana», en nosotros se ha hecho una realidad. Pensando en ella y viviendo con ella, hemos pasado los mejores y felices días de nuestras vidas. Las vicisitudes siempre las hemos superado juntos: unidos en el trabajo, en las alegrías y en las penas.
Hemos encontrado en el caminar de la vida muchos escollos; con las espinas siempre hemos encontrado el bálsamo que ha suavizado y superado los obstáculos para seguir marchando por la vida. Además de darme lo hermoso y lo mejor que toda mujer tiene, su virginidad, me ha dado tres hijos: una rosa perfumada y dos capullos que han colmado de alegría y felicidad nuestro humilde hogar. Y un ramillete de fragantes flores, compuesto por mis cinco nietas y un nieto.
Un día, en el que no sé si estaba soñando o despierto, pensé: «A esta mujer que tanto quiero, ¿por qué no le escribo algo para expresarle mi amor?». Y escribí este poema con mi corazón:
SOÑANDO O DESPIERTO


Yo quisiera cantarte mujer,
cantarte en mis versos
con palabras impregnadas de amor
de ese amor que tengo
y de este fuego que tú avivas la llama
que arde aquí dentro,
y que siento que nunca se extingue
soñando o despierto.
Tú eres mi norte, mi guía, mi cénit.
De todo lo que siento
no concibo en mi mente la idea
de vivir sin tu amor,
sin probar a diario la miel de tus besos.
Cuando mis toscos labios se unen a los tuyos
en ardiente beso,
este pobre corazón mío que late aquí dentro
le parece que fuera, este beso,
que fuera el primero.
Hay veces que estoy en el lecho
y sueño contigo despierto
y si el sueño viene a mis pupilas
y me quedo durmiendo…,
en mis sueños siempre has de estar tú,
y contigo yo sueño,
y sueño que todas las rosas abren sus corolas,
desnudándose todas de sus pétalos
y los lanzan a tu paso
para que tus plantas no pisen el suelo.
Cuando siento tus brazos de nácar
rodeando mi cuello
y aspiro el perfume que exhala,
que exhala tu cuerpo,
entonces yo creo de verdad
que estoy en el cielo.
Cuando a veces dejo de dormir
pues se esfuma mi sueño,
y miro a mi lado en la cama
y durmiendo te veo,
¡qué feliz, cómo gozo ese instante,
viéndote dormir, velando tu sueño!
Entonces me acuerdo de aquel juramento
que hicimos al pie del altar
un día ya lejano,
y en mi mente parece que hiciera
tan solo un momento:
esos lazos que Dios unió un día
y que en ellos estuvo presente
no habrá nada, ni nadie que pueda romperlos,
a no ser la muerte…
 

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