Siempre me pareció grácil

12-04-2010.
Siempre me pareció grácil, flexible como las palmas de las orillas del Emiros, en las fronteras de Cartago, de donde llegó a la edad de trece años. Te digo, mi buen amigo Cirno, que pálida es la estirpe de Afrodita y opaca la de Helena, si las comparáramos con la suavidad de su cuerpo. En toda la isla no hubo mujer que gozara de una piel como la suya. Hablaba una lengua extraña, la de los sículos, que habían cruzado el mar desde la Tricania.

En su lengua, cuando me amamantaba aún a la edad de seis años, como hacían las mujeres de su patria con sus hijos, me contaba historias de navegantes tragados por las olas encrespadas del mar y devueltos por delfines a la orilla opuesta. Y otras de príncipes tan opulentos que dormían sobre sus joyas y se cubrían con sábanas de hilos de oro y se bañaban en agua de plata que esclavos negros acarreaban desde los manantiales.
A miel de espliego sabían sus pezones grandes y granulados, y sus pechos me parecían colmenillas prietas. Yo nunca me cansaba de sorberlos. Aquellos montículos de seda oscura hasta a un viejo impotente le hubiesen devuelto la potencia del miembro: cuánto más a un niño que se adormecía saciado por su leche bajo el susurro de una tonada extranjera. La ternura de sus ojos colmaría de felicidad al más exigente de los príncipes de Síbaris. Yo los tenía sobre mí como las lámparas votivas de un santuario. En ellos veía los navíos con las velas abombadas por los vientos bonancibles, acompañados de una estela de aves acuáticas que los guiaba por rutas seguras, cruzando el mar desde Tricania a Cartago. Cuando se entristecían, yo veía en ellos las arenas del desierto con sus tormentas y torbellinos de sílice y los vendavales de nubes cárdenas y negras, y unos cendales sangrientos desgarrados por el fuego del sol. Cuando su aroma y la suavidad de la leche tibia se adueñaban de mis párpados y de mis labios, y la música de sus palabras exóticas inundaba mis oídos, sin querer, resistiéndome como un animalillo a abandonar sus brazos, cedía al sueño.
Había invertido mi padre, Crises, parte de su fortuna en aquella expedición a orillas del Emiros. Todos creyeron que resultaría una empresa arriesgada, pero él apostó por ella. Se esforzó en costear más de cincuenta hoplitas, diez arqueros y cinco jinetes. Tras el éxito, por tal inversión recibió en ganancias cincuenta esclavos que empleó en las viñas; veinte más que los dedicó a desbrozar los eriales que acababa de comprar para plantar olivos; doce esclavas jóvenes de piel ahumada que acomodó en la casa y en las alquerías, según las necesidades; una recua de mulos de carga; y un centenar de vasos y copas. Más de la mitad eran de oro, y los mandó fundir en barras, pues él no era hombre dado a la ostentación o el adorno de la mesa; y el resto, de plata y metales con piedras de los montes del Peloponeso.
La destinó a ser esclava de agua y había recibido en su patria el nombre de Sirialis; pero mi padre, Crises, se lo abrevió por el de Sira. Iba al puerto los días en que llegaban las naves cargadas de odres sellados con agua de las fuentes de Delfos, siempre tan codiciada. Con graciosa palabrería, mezcla de griego y sículo, regateaba al mercader hasta conseguir un buen precio. De aquella agua cuidaba ella y daba de beber a mi padre, a su mujer Dica, a Caronia, madre de la mujer de mi padre, anciana corva y sin cordura, que llenaba las noches de gritos y los días de tormenta salía desnuda a la calle, y a la que arrebató un rayo divino que cayó sobre ella cuando imprecaba a los dioses en los acantilados; y también daba aguas a los hijos que tuvo mi padre con su mujer Dica: Melanipo y Arcesilao. A mí, cada noche, a escondidas, me traía un cuenco y lo bebíamos entre los dos, pues, según ella, había oído hablar a Caronia que eran aguas de dioses y protegía de las enfermedades y alargaba la vida.
Acudía, con frecuencia, al mercado cuando los aguadores pregonaban el agua del nacimiento de los arroyos de Siris, menos salvífica, pero más fresca y límpida. Para las manos daba mi madre agua de unas fuentecillas salobres que nacían en las escarpaduras de los acantilados, que ella misma iba a recoger en cántaros y ánforas y que, aunque era áspera, poseía un penetrante olor a algas y peces que recordaba al de las barcas del puerto. Para el baño, procuraba tener los estanques o las tinas llenos de agua del río Pisa que coloreaba cada día de tono diferente, pues ella conocía hierbas de su patria y sales que aromaban y daban suaves colores a la vez que tonificaban el cuerpo.
Por estas virtudes que pronto descubrió mi padre, Crises, y por sus jovencísimos encantos, fue durante un tiempo muy apreciada por él.
Regresó la expedición a la isla de Paros, según se recoge en los cantos parios del poeta Estesícoro que iba entre los soldados con el encargo de recoger con fidelidad los detalles del empeño, en un otoño dorado y cárdeno, con Mirsilo al frente de más de doce navíos. La llegada dicen que fue una fiesta. Estuvieron descargando toda la noche. Tantos eran los barcos que, juntos, no podían entrar en el espigón del muelle, y fondearon en la ensenadilla, unos junto a otros, en orden de a cuatro. El puerto se engalanó con gallardetes y penachos de aves exóticas, con ramas de olivos y encinas. Y, por la noche, lucieron antorchas y linternas que pudieron ver los pastores de las islas menores que rodean a Paros. Los acantilados se cuajaron de hogueras tan altas que crispaban de fuego el cielo plácido.
Se repartió vino por parte de Mirsilo y, según cuenta Estesícoro, fueron más de cien odres los que se vaciaron. A la mañana siguiente del fin de la fiesta, toda la isla olía a vomitera general.
Debes saber, amigo Cirno, que para la gente común hay sólo un modelo apetecible de existencia: el del hombre rico. Y Crises, mi padre, lo era. Por tal motivo, y por su generosa aportación a la empresa de Mirsilo, le perteneció elegir en primer lugar las muchachas y los hombres que le pertenecían como botín. Dicen que ante los esclavos varones tuvo sus dudas, y se llevó todo un día reconociéndolos, palpándoles los brazos, los músculos de las pantorrillas, mirándoles la dentadura y el pulpejo de los labios y el reborde de los párpados.
Con las mujeres fue menos exigente. Buscaba en ellas sólo un aspecto agradable y una edad casi infantil, pues no las dedicaría al laboreo de la tierra. Ante mi madre se paró, la miró de arriba abajo y, sin decir palabra alguna, se agachó y abrió él mismo las argollas de sus tobillos. Ella me confió más tarde que, desde aquel instante y por la sabiduría que da la sangre que se agolpa en el corazón y en las miradas que comunican más que las palabras, supo que Crises, su señor desde entonces, la amaría.
Con las bestias fue más meticuloso que con los esclavos. Disputó por los más potentes ejemplares de mulos de la Tracia, porque tenía apalabrada la venta de una recua de seis ronzales a un comerciante de la península que hacía las rutas con Oriente, y esperaba sacar por ellos un buen precio, pues se dice que estos mulos son tan resistentes a la sed como los camellos que usan las tribus de los desiertos.

Deja una respuesta