«Serve nequam», y 2

13-04-2010.
Como no podía ser menos, también el fin del año 2000 le trajo a Burguillos gratos regalos. En cuanto se identificó por teléfono, le recordó cómo era en el curso 1961-62. Grato. Zumbón, zanquilargo y alegre. Dionisio R. Mejías seguía amarrado a la Safa. Le enviaba un ejemplar de sus Memorias y retratos de la Safa. Un libro ágil, simpático. Por él desfilaban jesuitas y profesores de aquellos tiempos. Le agradeció que no lo hubiese incluido en el santoral.

Tampoco le había humillado que el reverendo Bermudo no lo señalara en su cesariana «Grand e general estoria de la Safa». Uno y otro, al fin, le confirmaban lo que Burguillos tantas veces había pensado. Que él, en la Safa fue una nube de verano con su arco iris efímero e intrascendente. Pero estos silencios no le aminoraban el regodeo y la vanidad, que mucho más, en estos días, le regalaban obsequiosos y leales sus discípulos.
El triple recambio, año, siglo y milenio, avivaba la alegría y algazara. Besos, abrazos y brazadas de buenos augurios. Burguillos, voluntariamente, entró a solas en el estreno. A pesar de no tener ni un chucho al que dar unas palmadas, no se sentía solo. Cordialmente deseó a todo el mundo, vivos y muertos, «horas buenas mil, como en mayo y en abril…». Nada le hubiera hecho tan feliz como una llamada de sus niños… De haber tenido una finca, algún ornato ‑fuente, columna, algo bello, con su dístico conmemorativo‑, sí lo hubiera levantado. Y sin duda, allí, con reminiscencias de algún rito helénico, lo hubiera festejado…
Ya en el 2001, pasados los agobios epistolares, Burguillos se sumía gozoso, escudriñando la fuerza educativa de los valores. Una existencia carente de ellos es patógena…
El invierno, aparte ligeros apuros respiratorios, fue benévolo. Contento vivía. Que, a sus setenta y siete años, toda su medicación era un inhalador. Y, salvo días lluviosos o gélidos, no perdía Burguillos sus trotes urbanos y camperos. El Pisuerga estuvo amenazante, jugando a ser lago. Pero espectacularmente hermoso.
Le sorprendieron… En febrero y marzo, dos o tres noches hubo de levantarse. Las piernas. Dolores apenas soportables. Nada de artrosis ni reúma. Pasito a pasito, arrastraba los pies. ¡Qué ruina! Tandas de análisis, radiografías. ¡Nada! Y como vinieron se fueron sus dolores. Un polivitamínico, y Burguillos, fiel al campo como los pájaros, horas y tardes enteras galopó por sus pagos… Por si acaso, proyectó ir a Moral en mayo o junio. A pisar y soñar sus caminos polvorientos. A perderse en el oleaje dorado y susurrante de sus mieses. A recoger el espíritu de los suyos… Que Moral de la Reina era su pueblo, más que por haber nacido allí, porque allá le esperaban huesos sagrados.
En esas noches doloridas se consolaba, rebuscando en las esquinas de la memoria gratos recuerdos y amigos perdidos…
Fue a la salida de Génova… Se comunicaban en francés. El chico tenía preferencia. Pero muy cortés pidió autostop para los dos. Ya en Niza, Paul Depasse (18 años muy cultivados) le arrastró a casa de sus hispanófilos abuelos. ¡Qué admiración y afecto sentía por Burguillos! Se cartearon mucho tiempo. Francés, nacido en Argelia, hablaba el árabe. Planearon una escapada en autostop a Egipto. Imperdonable. Porque Burguillos dejó morir aquella amistad fervorosa.
Recordaba también su bienio, Mérida, Cáceres… ¡Cuántos postulantes a su amistad! Y cómo, en sus paseos nocturnos por el viejo Cáceres, le buscaban y abordaban los padres de sus alumnos… Siempre la misma canción. En la tierra fértil de aquella muchachada, el laboreo educativo no saltaba más allá del hogar. Aparecía un don nadie, arañaba un poco la corteza, dejaba caer una palabra, una sonrisa… y florecía el yermo. Nunca en otro lugar fue tan considerado como profesor y educador.
En el desamparo de esas noches, cómo se asía y sobrevaloraba su capacidad de seducir a los jóvenes… ¡Qué a destiempo!
En abril vivió horas felices. Dionisio le recordaba frescos y luminosos sus entusiasmos juveniles. Y en pocos días, otro gozo: venía de Méjico. M. Prieto Lamadrid traía reprimido de ausencias el cariño de treinta años. Impresionantes la belleza y ternura de Angélica, su esposa. Marián, blanca y fragante como la flor del magnolio. Y Miguelón, el niño de la casa, ingenuo y cariñoso. ¡Un gozo!
Otra mala noche: «¿Qué va a ser de mí? Baldadico de las piernas… las manos, a ratos temblonas, desmandadas… ¿Qué me queda, si alas no tengo…?».
Estos palos le hipersensibilizaban. Y le afloraban de los hondones perspectivas oscuras. Su falta de arraigo y pertenencia. El progresivo deterioro que se le venía encima y le cogía en descampado. «¡Qué triste la oración cuando es clamor, gemido sin eco!».
Muy a comienzos de mayo volvió al médico. Y, sin paliativos, le pidió un chequeo a fondo, exhaustivo.
Jesusín se presentó en junio a la selectividad. Según los profesores, acudía flojo. «¡Pobre niño mío! Con lo capaz y pundonoroso que era…».
Ya casi olvidado de sus piernas, por fin, el veintiséis de junio, ¡los análisis! Hemograma, bioquímica, juveniles. Pero en el folio quinto…

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