Mi abuelo me contaba, 8

30-11—2009.

 

Serían las cinco menos cuarto de la tarde de aquel lunes de mediados de junio, cuando María Dolores García Mengual, alias Loli, costurera en el taller que doña Angelita había instalado en el patio de su casa, se disponía a contar la historia de la “Parrillera”. Justo dos días después de la “exposición”, frente a la puerta del Ayuntamiento, del camión con los maquis muertos. Su público, cinco compañeras modistillas y la maestra de costura (y yo, espectador insospechado, sentado en mi cama junto a mi gato Manolete, del otro lado de las celosías de la entreabierta y enrejada ventana de la habitación que daba al patio).

 

 

Ya había colocado Loli su bastidor sobre la tapadera del pozo, que se encontraba justo detrás de ella; había tosido un par veces; había recogido la falda en torno a sus rodillas y respirado profundamente, cuando se oyeron dos tímidos golpecillos, procedentes de la puerta llamada «de atrás» o, también, puerta falsa. A ella se dirigió rápidamente doña Angelita. Un minuto después, volvía al patio, se sentaba delante de su Singer y, como respondiendo a las miradas inquisitivas de las chicas, dijo:
—Ha sido nuestra vecina Genoveva. Se le ha estropeado la radio y me ha pedido si, cuando os vayáis, podía venir a escuchar el capítulo de hoy de Ama Rosa.
Viendo el bastidor de Loli sobre la tapadera del pozo y haciendo un gesto con la cabeza, como diciéndole que podía continuar su costura mientras contaba la historia, añadió.
—Y, por favor, que todo lo que cuentes sea verdad. Ya sabes por qué lo digo…
—Contaré lo que sé. Y si me paso o no llego —añadió Loli, con cierto desparpajo—, pues usted me corrige y ya está.
Yo me alegré de que Loli dispusiera de una voz potente, aunque algo chillona, porque ello me permitiría oír con nitidez todo lo que iba a contar. Desgraciadamente, hablaba más deprisa de lo que yo hubiera deseado y, por eso, algunas palabras se me escaparon y otras no las entendí. Además, de vez en cuando, para que bajara la voz, mi tía le enviaba señales mediante suaves gestos con la palma de la mano hacia abajo y los labios fruncidos.
—Es que más bajo no puedo… —se quejaba Loli, con suave resuello—.
—Pues inténtalo; porque, si no, vas a despertar… —y señalaba la tía Angelita con su barbilla hacia mi ventana—.
—Bueno, pues como os decía —y Loli tragó saliva—, Manola Díaz, “La Parrillera”, que tendrá ahora 27 años, lleva ya tres en un penal: el tiempo que hace que la agarró la Guardia Civil y que le conmutaron la pena de muerte por la de cadena perpetua. A mi parienta Manola la apodan “La Parrillera”, porque toda su familia trabajaba en el cortijo “La Parrilla”, ese que tienen los Torrerico en la carretera de Adamuz.
—¿Pero es parienta tuya “La Parrillera”? —preguntó Paquita, como sobrecogida—.
—Parienta por parte de madre —intervino la tía Angelita—. La madre de Manola, “La Parrillera”, y la de Loli eran primas hermanas; por lo tanto, Manola y Loli son primas segundas.
Entonces intervino Lorenza, la tímida Lorenza que apenas osaba levantar los ojos de su bastidor:
—¿No conocéis aquella canción que dice:
Hijos de primos y primas,
segundones primos son;
la parentela se saca
por la piel, pelo y color;
pero mejor queda un mote,
porque da más resplandor
.
—Es cierto lo que cuenta la canción —reanudó la tía Angelita—. La gente de nuestro pueblo, como la de otros, se conoce mejor por los motes (que a veces remontan a abuelos o, incluso, a bisabuelos) que por los apellidos.
—Sí —replicó Loli—. Pero lo que ocurre es que nuestras familias, la de Manola y la mía, se conocían muy poco. Ellos se criaron en el cortijo de “La Parrilla”, que está a unos 15 km de aquí. Al pueblo no venían más que una media docena de veces al año y siempre en un carro tirado por un mulo, para comprar vestimenta, botas para andar por el campo, cántaras de aceite… O a algunas fiestas como el carnaval, la feria, la romería de la patrona… A veces nos visitaban… Y recuerdo que ni Manola, ni sus dos hermanitos sabían leer ni escribir; ahora que, eso sí, eran muy cariñosos y espabilaos. Pero ya se sabe: en las familias como en las amistades, lo que cuenta es el roce; si no hay roce, a la larga…
—Es natural —asintió Paquita—; pero sigue, Loli, con la historia de tu parienta Manola.
—Y ahora digo que todo lo que sé y que voy a decir me lo ha contado mi madre; que ni yo lo he visto ni tampoco me lo he inventado, ¿eh? —y miró de soslayo a doña Angelita, que la escuchaba con mucha atención—. Y que para mí, lo que dice mi madre va a misa, porque mi madre no miente, ¿eh? —y miraba a las demás casi con un brillo retador en los ojos—.
—Por favor, Loli, empieza ya de una vez, que nadie te ha dicho nada de tu madre —intervino mi tía, intentando apaciguarla—.
—Bueno, bueno: es por si acaso.
Bajó Loli la cabeza, miró su bastidor como para concentrarse y empezó diciendo:
—Pues bien, en una de esas fiestas en que vinieron al pueblo, y me parece que fueron las de la feria de San Miguel, mi parienta Manola y Miguel, “El Maraña”, se hicieron novios. Manola, que entonces tendría quince años, era una muchacha alta y robusta que aparentaba por lo menos veinte. Y —bajando la voz casi a un susurro— como los de “La Parrilla” y los de “El Maraña”, particularmente los hombres, eran comunistas, las dos familias se entendieron bien. Llegó la Guerra Civil, pasó lo que pasó en el pueblo, Manola y Miguel tuvieron dos hijos y, cuando acabó la guerra, los hombres de una y otra familia se vieron obligados a huir a la montaña. Manola y su madre se quedaron en el pueblo, porque ¡qué iban a hacer si no con los chiquillos!
—¡Qué horror! ¡Cuánto habrán tenido que sufrir esas dos pobres mujeres —dijo Natalia, dejando por un momento de bordar y apoyando el bastidor en su rodilla derecha—. Yo, que vivo en el mismo barrio, nunca vi juntas a madre e hija por la calle; una de las dos, o tu prima o su madre, siempre se quedaba en la casa; las veía salir solas, a no sé dónde, con sus velos negros casi tapándoles la cara, la cabeza agachada, siempre mirando al suelo, siempre con paso menudo y rápido… —y levantando los ojos hacia las hojas de la parra, preguntó— ¿Qué hora tiene usted, doña Angelita? Es que hoy debería irme un poco antes, porque tengo un mandado que hacer…
—Pues mira, son ya casi las cinco y media. Dentro de nada, oiremos las campanadas de la torre de San Miguel. Sigue, por favor, Loli, que es muy justo y verdadero lo que estás contando. Pero mira, que solo queda media hora para las seis, y ya sabes que antes de salir hay que recogerlo todo y dejarlo listo para mañana.
—No, si lo que me queda por decir está dicho en dos parrafadas; ahora que, para tener miga, lo que queda es que tiene mucha miga, ¡mucha miga! —alzó Loli la barbilla y arqueó desmesuradamente las cejas, al tiempo que recorría con la mirada las caras de sus compañeras—.
—Pues date prisa, por favor, que a las seis en punto llega la Genoveva para escuchar su capítulo de Ama Rosa; que para otras cosas quizás no, pero para eso, ella es muy, pero que muy puntual.
—Pues es cierto que, como dice Natalia, una de las dos, o mi prima o su madre, siempre se quedaba en casa. Aunque las más de las veces era Manola; porque pensaban que, por la edad, quizás a la madre respetara más la gente de la calle, y ya os podéis imaginar quiénes…; y también, porque Manola no podía dejar mucho tiempo solos a sus dos críos. Bueno —tragó saliva Loli—, el caso es que —y pidió el botijo para beber un chorrillo— un jueves de una mañana del mes de agosto, cuando la Manola estaba sola con sus chiquillos, se presentó una pareja de la Guardia Civil y, a empujones, se la llevó presa a los Grupos del Calvario —y creyendo necesaria una explicación, Loli añadió—. No se la llevaron al Ayuntamiento, porque la cárcel ya estaba a tope. Y ya os podéis imaginar cómo la trataron: se alternaban guardias civiles y falangistas, día y noche durante tres días, a correazo limpio, con todo tipo de vejaciones y torturas. ¡Cuánta sangre no dejaría la pobre Manola en los Grupos del Calvario! ¡Ella y quienes pasaron por aquella maldita sala!
Ni que decir tiene que, de pronto, encontré la respuesta a las preguntas que desde hacía tanto tiempo le hacía yo a mi abuelito. Pero, aunque estaba horrorizado, no me distraje, porque Loli seguía contando la historia de su prima.
—Total, que si Manola no hubiese tenido esa naturaleza tan robusta, y que si al segundo día no hubiese sido domingo —guardias y falangistas la soltaron porque tenían que ir a misa mayor con procesión y desfile incluidos—, Manola no hubiera resistido lo que resistió. Porque a ella la podían matar; pero nunca, nunca, nunca denunciaría dónde o en qué parte de Sierra Madrona se encontraban su compañero, Miguel, “El Maraña”, y los suyos. Varias veces, a lo largo del año, se repitió el episodio, hasta que, desalentada y quebrada, Manola dejó a su madre al cuidado de los niños; y, una noche de invierno, salió del pueblo y, acompañada de un enlace que le envió su compañero “El Maraña”, se unió al grupo de los fugados, entre los que se encontraba también su hermano mayor Alfonso. Allá en el monte, y ayudada por Miguel, dio a luz al tercer hijo al que, ante la imposibilidad de ocuparse de él, se vio obligada a abandonarlo en un cortijo, a la misericordia de quienes en él vivían. El niño moriría un año después: el mismo año en que su padre ‑Miguel, “El Maraña”‑ perdía la vida en un enfrentamiento con la Guardia Civil. Loca de rabia, pensando que nunca más vería a sus hijos, y con un íntimo deseo de vengarse de los culpables de tanta miseria y desgracia, Manola y su hermano Alfonso se pusieron al frente del grupo guerrillero. Poco después, tras un tiroteo en la sierra de Fuencaliente, cayeron en una trampa y toda la partida fue capturada por la Guardia Civil. Los compañeros de Manola, así como su hermano Alfonso, fueron ejecutados. Ella fue condenada a muerte, pero por no se sabe bien qué magnanimidad, la pena le fue conmutada por la de cadena perpetua. Cuatro años hace que mi parienta Manola, “La Parrillera”, está encerrada en el Penal de la Venta. Solo tiene 27 años.
Sentado de rodillas sobre la cama de mi cuarto, yo miraba y acariciaba mansamente el lomo de Manolete. Un silencio hosco apretaba los labios de las modistillas; una pesantez abrumadora se apoyaba en sus párpados y un sollozo lacerante quería emerger de sus pechos o se manifestaba mediante alguna lágrima furtiva. Por estar al corriente de lo que Loli había contado, la voz calma y serena de la tía Angelita tuvo la virtud de liberarlas de aquella muda y pesarosa congoja, devolviéndolas al luminoso atardecer de aquel lunes de mediados de junio.
—¡Anda, vamos! —y se levantó la maestra de su silla—. Id recogiendo las cosas en los costureros y dejándolas listas para mañana. Y tú, vete, Natalia, que yo me ocupo de tus cosas —y poniendo su mano en la mejilla de Loli, le dijo—. Muy bien, Loli; de verdad que muy bien. Nos has emocionado muchísimo por tu coraje y porque la verdad siempre emociona. Y tú nos has contado la verdad.
En ese mismo momento alguien dio tres golpes en la puerta falsa.
—Debe ser la Genoveva —dijo la tía Angelita—. Se ha adelantado unos minutos. Yo voy a abrirle, mientras vosotras termináis de recoger.
Cuando yo me disponía a despertar a mi abuelo, para preguntarle si nos íbamos a ir al Paseo de la Estación, las modistillas de doña Angelita subían por el Cerrillo de la Palma que hace esquina con la Calle Concejo. En una y otra calle había casas con las puertas entreabiertas, solo aseguradas por una cadeneta; en otras, era la ventana, de la habitación convertida en saloncillo, la que estaba entornada. En unas y otras, el objetivo era el mismo: «A ver si corre un poco el aire, porque con este solazo nos ahogamos». Y en unas y otras se oía la inconfundible cancioncilla que prologaba el noveno capítulo de la serie de Ama Rosa. Como ya me la sabía de memoria, yo la iba canturreando, mientras acompañaba a mi abuelo, su mano derecha con la garrota y la izquierda sobre mi hombro, por el Paseo de la Estación arriba:
Es el Cola Cao desayuno y merienda;
es el Cola Cao desayuno y merienda, ideal.
¡Cola Cao, Cola Cao, Cola Cao…!
¡Ay, feliz privilegio de lainfancia!: con qué facilidad pasábamos, casi sin transición, de la pena más profunda y sinceramente sentida a la olvidadiza e indolentecandidez.

 

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