Mi abuelo me contaba, 5

19-11-2009.

Al día siguiente, domingo, el abuelo se despertó un poco delicado; mi madre le llevó el desayuno a la cama y le conminó a que no se levantara por lo menos hasta el almuerzo.

—¡Y es que ni a misa, padre! No, si ya sabía yo —dijo, poniendo una servilleta sobre la plateada bandejita— que la ventolera y el aguacero de ayer tendrían sus consecuencias. Bébase usted este vaso de leche caliente y a ver si puede echar un coscorrón —y pasando lentamente la palma de la mano sobre la arrugada frente de su padre, añadió—. No; fiebre no tiene. Vamos, intente usted dormir otro poco.

 

 

Cuando volví de misa con mi tía Angelita, entré en la habitación del abuelo.
—Esta tarde no habrá paseo, hijo.
—No se preocupe, abuelito; lo importante es que se reponga.
Y aprovechando que todavía quedaba un rato para el almuerzo, pasé por casa de mis amigos Juanito y Ernesto para que, juntos, fuéramos a la Plaza del Ayuntamiento después de la comida. Ellos tenían cuatro o cinco años más que yo; pero eran mis compañeros de juego preferidos, además de ser los vecinos más cercanos.
Juanito era alto, robusto y cejijunto; una vez desbarató el acoso que me hicieron los gitanos de mi calle para quitarme la merendilla que llevaba a la escuela y, desde entonces, venía todos los días a casa y me acompañaba hasta el cruce del Callejón de la Nava, en donde nos separábamos para ir cada cual a sus respectivas escuelas. Su familia era conocida por el apodo “Los vinagres” porque, a principios de siglo, el abuelo de Juanito abrió una tienda en la que vendía al por mayor vinagres y vinos procedentes de unas destilerías gaditanas. Como el abuelo quiso que su hijo hiciera una carrera, le pagó los estudios necesarios en un colegio de Córdoba, con los que, poco antes de la Guerra Civil, consiguió el puesto de Jefe de la flamante Oficina de Correos de Villajara; era un sencillo saloncito con una ventana enrejada que daba a la calle Herradores. Él mismo se encargaba todos los días de depositar en el Ayuntamiento la correspondencia que traía el coche de línea, así como de llevar al cuartel de la Guardia Civil los mensajes telegráficos, que luego decodificaba en el despacho del teniente.
Durante la comida ‑el abuelo seguía en la cama‑, se habló más de lo acostumbrado y todo en torno a «Los muertos de la sierra». Por una vez, en ausencia del abuelo, la voz cantante la llevó mi padre: él había tenido tiempo de informarse bien porque, como todos los sábados, estuvo de copas y jugando al tute con los colegas de la banda de música. A casa, volvió casi de madrugada.
—Tarde o temprano tenía que ocurrir —decía muy serio, mientras cortaba una rodaja de pan y se la alargaba a mi madre—. La Guardia Civil disponía ya de muchas informaciones y enlaces. Por ejemplo: ahí está Rafael, el de “La Calera”. ¡Ese conocía más cosas a propósito de “Bigotes” y de su gente que la misma Guardia Civil! Rafael sabía cuántos compañeros tenía la cuadrilla del “Bigotes”; en qué parte de la sierra estaban exactamente; qué desplazamientos acostumbraban a hacer; de qué armamento disponían, por dónde era mejor atacar y a qué hora; cómo estaban dispuestos los vigías y de cuáles había que deshacerse primero; qué posibilidades tenían para huir y por dónde… ¡Cómo no los iba a conocer, si Rafael pasó con ellos una temporada en la sierra! Y, además, conocía como su bolsillo el cortijo de “La Umbría de la Huesa”. De todas maneras, a mí no me extraña que Rafael se haya visto obligado a delatar a los del “Bigotes”, porque se jugaba su trabajo en la fábrica de harina —señaló mi padre con su navaja en dirección a la casa de los vecinos, los López—; y, además, que lo habían amenazado con un proceso, por republicano. Rafael no tuvo más salida que la de delatarlos.
—Lo que no entiendo —replicó mi tía— es por qué trajeron a los muertos a la puerta del Ayuntamiento. Y sobre todo, por qué los dejaron allí, horas y horas al sol, para que los viera todo el pueblo.
—Pues, primero, porque Julián Caballero, el “Bigotes”, era natural del pueblo y ha sido su alcalde durante años; y, segundo, porque con su compañera Maripepa, “La Mojea” y sus guerrilleros, se estaban ganando poco a poco la simpatía y adhesión de los pequeños y medianos cortijeros del Valle, así como los de la sierra entre Obejo y Villaviciosa. Pero estoy de acuerdo contigo —y miró fijamente a mi tía—: eso de dejarlos en exposición pública, toda la tarde de ayer, me parece una atroz cochinada de la Guardia Civil y del alcalde actual. Supongo que ha sido para que sirva de ejemplo y mostrar que son ellos los que mandan.
—Eso está claro —asintió mi madre—. Pero es que dicen que hasta los vio Pablito, el hijo de “Bigotes”. Pobrecito, con sus apenas doce años ver a sus padres así, muertos y tirados encima de un camión, en medio de la calle, a la vergüenza de todo el pueblo… ¡Eso no se hace!
Un corto y pesado silencio se instaló en el comedor. A mí se me anudó la garganta al recordar la saña con que el guardia civil nos alejó a culatazos del camión y cómo, poco después, abrieron las compuertas para que todo el mundo viera a los muertos. Y, en ese momento, sentí no haber podido consolar a Pablito Caballero, quien, efectivamente, no estaba lejos del camión. Pero es que me produjo tal horror y miedo lo que v¡ en el camión que me cegué y salí corriendo hacia mi casa.
—Pues se los cargaron —continuó mi padre— el miércoles pasado, cerca de Villaviciosa, en el cortijo “Umbría de la Huesa”. Fue una verdadera carnicería… El jueves los trasladaron a Villaviciosa, el viernes los tuvieron allí, encerrados en el cuartel, y en la mañana de ayer se los trajeron aquí en camión. Como ya han hecho con otros, los enterrarán en la fosa común del cementerio; aunque dicen que uno o quizás dos de los muertos no son de nuestro pueblo. Tendrán que identificarlos y luego disponer.
Yo bajé la cabeza y miré fíjamente mi plato. Seguían hablando y ya no llegué a entender lo que se estaba comentado, porque habían empezado a hablar de la Tercera Compañía, de la Segunda Agrupación o a utilizar siglas como CNT; pude, sin embargo, percibir cómo mi madre, señalándome con la barbilla, miraba a mi padre con el ceño fruncido.
—Bueno, dejemos eso. ¿Cómo está el abuelo?
—Mejor —respondió mi madre—. Pero habrá que convencerlo de que se quede en la cama por lo menos hasta mañana.
La siesta se me hizo larguísima. Cuando me reuní con mis amigos en la plaza, el intercambio de informaciones acerca de lo que había ocurrido el día anterior fue copioso. Cada uno de nosotros intentaba explicar los acontecimientos según lo que había visto y sabía. Ernesto y yo contamos los comentarios que les habíamos oído a la famila durante la comida; pero quien más enterado parecía estar era Juanito. Juanito, que no se movió de la Plaza en toda la tarde del sábado, nos contó cómo el guardia civil que desalojó a culatazos a los mirones, ordenó al conductor y a su acompañante que vigilaran el camión y luego desapareció por la poderosa puerta del Ayuntamiento, punteada con clavones de hierro en forma de estrellas pintadas de negro.
—¡Nunca vi la plaza con tanta gente! —recalcaba Juanito con sus negras y fuertes cejas muy arqueadas—.
Y, respirando hondo, nos contó el episodio, y yo lo recuerdo más o menos así. Nos dijo que, efectivamente, la plaza estaba abarrotada: hombres y mujeres, viejos y niños se acercaron hasta llegar a un par de metros del camión. Nadie decía nada. No soplaba ni una brizna de aire. El techo de la plaza era un cielo yerto y profundamente azul. Llegó media docena de guardias civiles encabezados por un oficial; cuatro de ellos subieron ágilmente las escalinatas y se introdujeron en el Ayuntamiento, mientras que los otros dos se dirigieron al camión y, de modo inesperado, empezaron a bajar las compuertas con gestos tranquilos y seguros. Un silencio frío y expectante recorrió la plaza aquella tórrida tarde del 11 de junio. Abiertas las compuertas del camión, los muertos parecían pertenecer al horrorizado y ávido espacio de las miradas.
Al cabo, precedidos por el mismo oficial, salió el resto de los guardias: el aire severo y la barbilla insultante, los cuatro “números” bajaron despacio por la escalinata, pateando recio cada escalón de granito. Estirado y altivo ‑marcial, pensaría él—, el oficial se quedó en la parte superior de la escalinata; con estudiada parsimonia, desenrolló un papel que traía en su mano derecha, se lo puso a la altura de los ojos para que el sol no le cegara y leyó con voz hueca y algo atiplada esta especie de bando:
En la mañana del día 11 de junio, las fuerzas del orden acorralaron al grupo de bandidos, comandado por el insurrecto Julián Caballero, alias “Bigotes”, natural de Villajara. Tras enconada lucha, fueron cayendo irremisiblemente, además de “Bigotes” y de su compañera, “La Majea”, todos los bandoleros, ‑y, sin mirarlo, señaló con su índice al camión, al tiempo que levantaba la voz‑ ¡que ahí están amontonados!
Respiró profundamente y, tras una breve pausa, añadió.
Son los siguientes:
Julián Caballero Vacas, alias “Bigotes”, 52 años; José Delgado Curiel, alias “Serranillo” (edad desconocida); Librado Pérez Díaz, alias “Clavijo”, 27 años; María Josefa López Garrido, alias “La Mojea”, 45 años; Ángel Moreno Cabrera, alias el “Pinche”, (edad desconocida); Melchor Ranchal Rísquez, alias “Curro”, 35 años; Justo Sánchez Garrido, alias el “Policía” (edad desconocida); Basilio Villarreal Expósito, alias “Panza” (edad desconocida). Ahí quedarán, y su índice temblaba de desprecio‑, expuestos a la vergüenza y ejemplo públicos, hasta nueva orden de la Alta Comandancia. ¡Arriba España!
Las reacciones de la gente fueron diversas. En general, hombres y mujeres se acercaban al camión, lo ojeaban despacio, se santiguaban y se alejaban, sacudiendo las manos; en cambio, si eran solo mujeres, se aproximaban andando oblicuamente, se tapaban la boca con la palma de la mano, enjugaban huidizas lágrimas, reajustaban el ladeado velo negro sobre su cabeza y, dando diminutos pasos, desaparecían por la callejuela más próxima. También hubo quienes aplaudieron el “discurso” del oficial; particularmente se oyeron las fuertes palmadas del jefe de la Falange, Carlos; las de Remigio, “El del Lunar”; y las de una docena de “camisas azules” que constantemente gritaban «¡Arriba España!». Y también hubo quienes, dándose palmadas en los hombros, se fueron a tomar unas copas para celebrar la caza de los maquis en el bar de Bernardino, que hace esquina justo frente a la ventana enrejada del Ayuntamiento. En la fachada opuesta y casi esconcido, Pablito, el hijo del “Bigotes”, gemía inconsolable con las manos tapándose la cara.
Al atardecer y de manera intempestiva, unos nubarrones fueron apareciendo por los tejados del poniente y un vientecillo agreste empezó a levantarse por las esquinas. Una hora después, no quedaba nadie en la plaza. Ya se había encendido el alumbrado público, cuando empezó a arreciar un tormentoso aguacero. Los hombres se cobijaron en el bar de Bernardino; mujeres y chiquillos, cogidos de la mano, corrieron a sus casas. Dos guardias civiles salieron del Ayuntamiento, cruzaron la plaza y entraron en el bar de Bernardino, lleno de hombres que conversaban envueltos en un laberinto de voces y de humo. Poco después, salieron con el chófer, se subieron en el camión, lo pusieron en marcha y enseguida torcían por la esquina de la parroquia de San Miguel. Frente a la puerta del Ayuntamiento, en el espacio vacío que dejó el camión, se iban formando pequeños charquitos de agua con sangre. Y, por las calles por donde pasaba, iba rezumando un fino reguero de sangre acuosa y pestilencia.
—Cuando volví a mi casa —dijo Juanito—, mi madre me echó una bronca por haber llegado tan tarde.
—¡Te tengo dicho y repetido mil veces que debes volver a casa antes de que se enciendan las bombillas de la calle!
Y mi padre ‑terminó diciendo Juanito‑, que en ese momento salía a sus reuniones del sábado en el bar de Bernardino, me dio un buen cachete, al cruzarse conmigo en el umbral de la entrada al patio.
Ernesto y yo, estábamos boquiabiertos. «Pero qué bien cuenta Juanito las cosas ‑pensábamos‑; las cosas que pasan en nuestro pueblo». Y quedamos de acuerdo en que al dia siguiente, por la tarde, a la vuelta de la escuela, nos reuniríamos en el mismo sitio para comentar las novedades, si es que las hubiera, en torno al camión de los muertos.

 

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