Prosa poética, 6

16-11-2009.
158
Página de una heredada memoria
Jaén.

Aquel día de Nochebuena había amanecido con un cielo vahoso, como si toda la niebla desayunara en las bocas de los transeúntes madrugadores.
La tierra del pueblo era vapor frío de aguas y algodones. Desde mi ventana quieta, más bien dibujada entre las paredes blancas de la empinada calle, se podía asistir al trasiego anónimo de las tareas de cada madrugada.
El quiquiriquí de los gallos despertadores ponía la nota musical en el ambiente monótono de todas las faenas domésticas.
La vecina del corral estaba, como siempre, ordeñando las viejas ubres de la misma vaca Gigantona, viuda de no sé qué berraco de otros tiempos.
La cuadrilla de estudiantes aceituneros se acompañaba con los compases del villancico que decía aquello de
pero mira cómo beben los peces en el río,
pero mira cómo beben por ver a Dios
nacío.
Juanico, el matarife, ensayaba por cuarta vez su licencia de matanzas, lo mismo que siempre, tras ingerir su triple ración de aguardiente y guinda en casa de Pepillo Martín, en aquel solitario rincón de amaneceres.
La plaza del Ayuntamiento permanecía quieta, con su imagen de bronce haciendo centro, mientras en el Raspa aparecían los primeros domingueros con sus pellizas calentando orejas.
Hacía un frío alcalaíno. Se podría decir que aquella Nochebuena traía al pueblo el mismo despertar que todas las nochesmalas del mundo.
«Nada haría de aquella jornada un retal para la historia», pensé en un momento de suspiro. Las mismas gentes, la misma niebla, los mismos transeúntes en los mismos sitios…, hasta la misma hora en el gran reloj iluminado por el farol contiguo de la calle Braceros.
La noche anterior había sido de de tertulia y vino del terreno, unas casas más abajo de la habitación de la calle Los Caños, donde yo estaba ahora intentando enlatar un jirón de mi infancia.
El ventanuco del cuarto daba a un patio con higuera y pozo por medianería. Bajo aquella higuera ‑hacía tiempo‑, descubrí, por vez primera, el estiércol‑semen de los cuerpos niños, cuando jugábamos a la gallinica ciega sin que se diera cuenta mi tata.
Era mi tata una mujer de curvas arrugadas que, como siempre, me mecía y hacía arrumacos sobre mi cara de fiebre, cuando cogí el sarampión, ya no sé cómo. Y conjugaba el vaivén de la mecedora crujiente con su sonsonete de arrullo nana:
Anikes / palikes /
que te comiste / los tomates /
de la olla / y no me guardaste /
zape-zape-zape.
Siempre terminaba la monótona cantinela en un pellizco de risas y de abrazos. Aquel patio tenía recuerdos de una infancia ya lejana.
Allí nací y me crié, jugando a los médicos y añorando palizas, porque no me gustaban las gachas. Y recuerdo las pandillas del triángulo y el salto «a dena», las jugadas del lapo y las correrías de los arcos, calle Rosario abajo, los pingolés de los trompos y los bebés, y las bolas, aceras y cristales.
Toda la chiquillería del hambre envidiaba los malabares en la bici del Nino, o el liderazgo en los apedreícos de Niceto, o los ardides futboleros del Luichi.
Aquella calle ya no era calle, ni aquél pueblo era mi pueblo. Sólo el pozo y la higuera permanecen como una historia (memoria heredada) de aquel tiempo que ahora se hacía presente mientras subía a la misa del gallo en San Juan.
Una larga hoja de almanaque separa aquellos años de esta Nochebuena que, como siempre ‑en apariencia‑, es otra muy distinta y muy distante.
Pisé anoche cada piedra y he querido que me hablaran en esta noche en que escribo, cuando el sendero del Toscalillo ya no conduce mi vida. La niña de la trenza y de la higuera no ha salido a saludarme. ¿Sé habrá olvidado de aquellos dedos traviesos que le daban capirotes y manteca?
He llamado al portón de la entrada y no he recibido respuesta. Sólo me parecía que sonaba un eco: «Id, mío Cid, en nuestro mal no ganáis nada».
Me tropiezo con un eterno silencio en la cuesta de mi vida y, a lo lejos, casi con timidez y vergüenza, se oye el murmullo que, en otro tiempo, era coral callejera:
La Nochebuena se viene,
la Nochebuena se va,
y nosotros nos iremos,
y no volveremos más.
Están impresas, vivamente, las páginas de ayer en esta íntima historia de hoy.
Todo pasa.

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