Mi abuelo me contaba, 4

15-11-2009.

 

Durante el almuerzo familiar, en torno a la mesa camilla, todos sabían pero nadie habló de nada. Solo se oyó algún comentario de mi tía Angelita, a propósito de lo bueno que le había salido a mi madre el arroz con pollo o de lo fresquita y dulce que estaba la sandía. «Viene del huerto de Carmonilla», murmuraba ella, mientras alargaba una rodaja a mi padre. Yo miraba de reojo a mi abuelo, que parecía muy concentrado y serio, y me dije que de aquella tarde no pasaba sin que me explicara lo de la sangre de la sala de la escuela y por qué la Guardia Civil mataba a la gente de la sierra. «Además ‑pensé‑, ya dispongo de un buen argumento: tengo un año más y ya he hecho la primera comunión…».

 

 

Cuando, con la garrota en su mano derecha y la izquierda en mi hombro, subíamos mi abuelo y yo tranquilamente el Paseo de la Estación arriba, aquel sábado de junio, unos gruesos nubarrones se dibujaban por el poniente y un vientecillo agreste soplaba en las ramas de los eucaliptos. Incluso los imprudentes gorriones buscaban lugar donde cobijarse y protegerse del posible aguacero.
—Quizás hoy tengamos que volver antes que otros días, niño; este vientecillo huele a mojao —decía el abuelo, mientras, por un momento, su mano izquierda abandonó mi hombro para encasquetarse firmemente su “bilbaína”—.
—Ya queda poco, abuelito, para llegar a nuestro banco; y seguramente que tendremos tiempo de sentarnos un rato.
—Pues ya veremos, ya veremos.
No hacia ni un minuto que nos habíamos sentado y me dije entonces que, si quería preguntarle mis cosas a mi abuelo, no podía desperdiciar tal ocasión. Como siempre, apoyó su frenteen el dorso de las manos cruzadas sobre la arqueada empuñadora de la garrota como si dormitara.
—Abuelo —dije de pronto, y le solté lo que había visto por la mañana en la Plaza del Ayuntamiento—, explícame qué es eso de los «Tiraos a la sierra» y por qué los mata la Guardia Civil.
Viendo que mi abuelo levantaba lentamente su cabeza y que dirigía hacia mis ojos sus gafas ahumadas, respiré profundamente y añadí enseguida:
—Y también, lo de las paredes de la escuela, que hace más de un año que prometiste explicármelo.
—¿Lo de las paredes de la escuela? ¿Qué escuela?
—Sí, abuelito, la sangre de la sala…
—¡Ah!, ¿la de los Grupos del Calvario?
—Sí, esa. Ya sé que ahora está blanqueada y que en ella tienen clase los párvulos, pero…
Girando lentamente la cabeza y haciendo gesto de volver a apoyar su frente sobre la garrota, mi abuelo respondió con voz firme:
—Ya sabes que aquel día te dije que eso no son cosas para niños y que…
—Pero, abuelo —le corté—, que ya he hecho la primera comunión y, además, que me prometiste que un día me lo contarías. Y ya ha pasado un año…
—Mira, hijo —y volvió hacia mi otra vez la cabeza—, alguna vez te he dicho que son cosas de la guerra y que todo eso, gracias a Dios, ya pasó.
—Pero la sangre hasta hace poco que estaba ahí en la sala, y a los muertos de la sierra los he visto esta mañana tirados en un camión… —y yo recalcaba lo de «hace poco que estaba ahí» y «los he visto esta mañana»—.
—Bueno —dijo casi en voz baja, sabiendo que este último argumento no haría mella en mi tozudez—. Y, vamos a ver… ¿Por qué tengo que ser yo quien te hable de esas cosas? —y dando en el suelo un golpe seco con su garrota, añadió—. Pregúntaselas a tu padre que, seguramente, está mejor enterado que yo. Y, además, que él es tu padre…
—Pero, abuelo —dije con voz suave, casi suplicante— Tú sabes, muy bien, que mi padre no quiere ni saber, ni contar, ni que le cuenten nada de la guerra. Como él la hizo…
—¡Precisamente por eso —respondió el abuelo, triunfante—, él sabe bastante más que yo!
—De lo que pasó en el pueblo no, porque él no estaba. Y lo de la sangre y lo de los maquis son cosas de aquí del pueblo.
Un tren de mercancías acababa de pararse en la estación. A punto estuvo mi abuelo de pedirme que contara… pero no lo hizo. Se quedó en silencio un par minutos y al cabo me preguntó:
—¿De verdad que tu padre no te ha contado nada de la guerra?
—Pues no, abuelito; y eso que le he preguntado muchas veces. Aparte de aquella anécdota del muerto…
—¿Cuál? A ver, dime —pensó mi abuelo que, mostrando gran interés porque le contara la anécdota “del muerto” (que, sin duda, él ya conocía), desviaría mi atención hacia otros temas. El tren de mercancías, deslizándose con su lento tra‑ca‑trá‑trá‑trá, pasó casi desapercibido—.
—Pues que un anochecer de diciembre, muerto de cansancio y aterido de frío, buscaba con su tropa un lugar donde pasar la noche; cuando atravesaban un robledal, mi padre notó, rascando el suelo con sus botas, que había un rinconcillo más blando; apoyó el fusil en el tronco de un roble, puso como cabecera el macuto y se tendió sobre la removida tierra, cubriéndose con la manta. Al despertarse con las primeras luces de la madrugada, vio, a la derecha y a unos centímetros de su cabeza, que las puntas de dos botas militares emergían de la escarbada tierra: había estado durmiendo sobre un cadáver.
—Pues tienes razón: esta sí que es una anécdota terrible. ¿De verdad que no te ha contado otras?
—No. ¡Ya te dije que él no quiere saber nada de la guerra!
Pensando que definitivamente había ganado la partida, mi abuelo, echando su mirada ciega hacia el pueblo, enlazó diciendo:
—Eso es lo que dice tu padre ahora; porque cuando volvió de la guerra a mediados del 39, muy delgado y fumando más que una chimenea, sí que nos contaba cosas a tu madre y a mí. Supongo que necesitaba desahogarse. Dile, por ejemplo, que te cuente el frío que pasó en el frente de Teruel y de cómo veía pasar, sobre su cabeza, volando, unas veces los “Fiats” y otras los “Policarpos”; dile que te cuente cómo antes de arrojarse al asalto de una trinchera les daban a beber coñac y más coñac y un paquete de picadura de tabaco; que te cuente también cómo se cagaban de miedo, cuando oían acercarse las descargas de los tanques… —y volviendo a apoyar su frente en la garrota, proseguía con tono cansado y como si hablara para la tierra—. Sí; es verdad que tu padre no quería ir a la guerra. Y no es que tuviera miedo; ni tampoco era un valentón a la manera de aquellos bocazas falangistas… Pero es normal que, con dos hijos pequeños, no quisiera… Yo, aunque no compartía sus ideas, pensaba lo mismo que él con respecto a la guerra: eso de abandonar a la familia, a sus hijos, su trabajo, a sus amigos, a su pueblo… Tu padre, que siempre fue un hombre muy reservado, lo fue más todavía cuando volvió de la guerra. Él se ha encerrado en su música y en su electricidad… y p’alante.
Nunca le había oído yo a mi abuelo hablar tan de seguido. No es que fuera su estilo entrecortado y sentencioso, pero tampoco el de largas tiradas…
—Porque tu padre es un hombre inteligente —continuó—. Fíjate que nadie le ha enseñado cómo funcionaba un sistema eléctrico, y él solito ha hecho la “instalación bajo plomo” de nuestra casa; como también ha sido él quien aplicó en la torre de San Miguel un sistema eléctrico para que las campanadas sonaran al segundo exacto.
—Eso sí lo sé, abuelo, pero… —no me dejó continuar—.
—No, niño, no; espera que termine: tu padre no quería ir a la guerra. Por eso estuvo escondido entre las támaras del corral de atrás, hasta que a alguien del barrio, por envidia o por venganza de no sé qué, se le fue la lengua y una pareja de la Guardia Civil vino a sacarlo del escondite. A empujones y a patadas se lo llevaron al cuartel, mientras le gritaban por la calle «Cobarde, gallina, mal español». Y tu madre y hermanos llorando… Menos mal que yo conocía al lugarteniente, Eduardo Soler, y, con un billete en el bolsillo, la cosa no fue más allá de lo que podía haber ido. Pero, en fin, no se puede decir que tu padre fue a la guerra, sino más bien que se lo llevaron a la guerra; y, según parece, se las arregló para hacerla en el bando más acorde con sus ideas y las de su familia… Y menos mal que se fue del pueblo, porque así no pudo ver las cosas que aquí pasaron. Aquí, en Villajara, fue terrible: unos contra otros, entre vecinos, entre amigos e incluso entre familiares… —y cambiando bruscamente de tono y amagando erguirse del banco, añadió, mirando hacia la copa de los eucaliptos—. Pero hay que ver, hijo mío, la ventolera que se está levantando. Volvamos a casa, antes de que caiga un chaparrón y nos ponga chorreando.
—Pero, abuelo…
—¡Ya sé, ya sé! Mañana, si hace buen tiempo te lo cuento todo; pero ahora, ¡vamos allá!
Y cuánta razón tenía, porque, apenas recorrida la mitad de la bajada del Paseo, empezó a cerrase el cielo negruzco; empezaron a estallar inquietantes truenos y a caer gotas de un inusitado volumen. Estábamos acurrucados bajo el ramaje de un amplio y frondoso eucalipto, cuando, a unos metros, vi acercarse a nuestro ángel salvador: la tía Angelita venía hacia nosotros, sonriendo bajo un generoso paraguas negro. Entramos en el barrio de El Regajito. Nadie había en la calle Concejo: ni estaba en su batiente el tío Cornelio, “el guitarrista del Parkinson”, ni mis amigos Juanito y Ernesto en el cruce de la calle La Palma, ni siquiera la Genoveva, “la del repelucio”, que solía ejercer desde su ventana un control minucioso de toda la gente que pasaba. Cuando entramos en nuestra casa, giré la cabeza a la izquierda y miré hacia la abandonada puerta de Juanita, “la Atontá”; dos arrollitos bajaban ligeros por los desagües laterales de la solitaria calle Concejo.

 

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