06-10-2009.
Cuántas veces se ha dicho: «Ya está. Dimos con la clave. Estamos a dos pasos de desvelar la faz de Dios y su Inteligencia Creadora». Así ha sucedido con las grandes aventuras intelectuales de este último siglo: el Big-Ban, el teorema de la indecibilidad de Gödel, el ADN, las neurociencias, la relatividad, la teoría unitaria de campos, los quarks, los ordenadores inteligentes y luego, recíprocamente, el cerebro como ordenador biológico. Explicaciones, siempre y cada vez, falsamente últimas.
Y al retorno desilusionado de cada una de estas aventuras, redescubrimos el viejo fantasma de Spinoza que nos grita: deus sive Natura (‘Dios o la Naturaleza’).
Dios queda siempre ahí como objeto inalcanzable de una búsqueda sin fin. Y, para siempre, como complemento último de nuestra ignorancia.
Aceptemos la realidad. Lo mismo que en el universo, estamos en un infinitésimo rincón perdido del sistema solar, que es otro rincón algo mayor, pero aún insignificante, que llamamos la Vía Láctea, perdida a su vez entre miles de millones de galaxias. Insignificantes somos y condenados a continuar siéndolo, aprisionados en el universo físico, exactamente como lo está nuestro cerebro en el océano inmenso de la Inteligencia del Mundo. Con nuestro saber y nuestra tecnología, lo más que podemos hacer, y hacemos, es desplazar unos milímetros las rejas de la prisión.
Nuestras pretensiones de dictaminar sobre el Todo son ridículamente pretenciosas y absurdas. Aunque exploremos con la razón y la experimentación, hacia arriba, hacia abajo; aunque examinemos en cualquier dirección la astrofísica, la biología, la genética, el cerebro, el comportamiento humano, los fundamentos de la libertad y de la moral, etc., nos toparemos ineluctablemente con el muro de nuestros límites. O con un abismo cada vez más y más abierto, a medida que avanzamos, profundizando en el saber.
Pero hay que seguir en la búsqueda de la Luz.
Una filosofía de los límites me parece muy saludable para que tomemos conciencia de nuestra irremediable finitud. Pero sin desmayar, porque la aventura de profundizar en el saber es quizás la más gratificante de nuestra existencia. Y es fidelidad a nuestro destino de buscadores prometeicos de la Trascendencia, de la que escuchamos siempre rumores, ecos lejanos (¿quizás llamadas?), que proceden del otro lado de la pared de nuestra prisión existencial.
Pero, ¿por qué tenemos que aceptar sumisamente esta inhumana condición humana que nos ha sido reservada? Quizás, el pataleo no sea malsano.