Villanueva. Historias de los primeros años, 2

04-10-2009.
El alma de aquel equipo de educadores era el padre Fernando Pérez Romero, Prefecto del colegio. Velaba por nuestra formación, sufría con nosotros el frío y la falta de medios e intentaba, siempre, que nuestra estancia en el colegio fuera cada vez más cómoda y agradable, a pesar de las limitaciones a las que necesariamente nos veíamos sometidos.

De carácter enérgico, serio y exigente, en su afán de evitar que algún alumno gozara de lujos no permitidos a los demás, cuando llegaba algún envío de comida procedente de nuestras casas, lo repartía entre todos los alumnos del colegio. Ese fue el destino de mi pobre paquete.
Para proceder al reparto, previamente se formaban en el patio, ante la puerta del Prefecto, dos filas por orden de estatura. A continuación, de la caja de zapatos que contenía aquellos pobres alimentos, el padre iba sacando una rosquilla, un trozo de chocolate, una galleta, medio chorizo, un trocito de salchichón, etc., y procedía a entregarlo uno tras otro a cada alumno, hasta llegar al final. Setenta y cinco alumnos se “saciaban” con las delicias destinadas a algún privilegiado ‑en aquel caso yo, que me quedaba sin privilegio‑. ¡Parecía imposible que hubiera para todos! Después de aquella experiencia, el milagro de los panes y los peces no me parecía tan espectacular.
Nuestras familias ‑que evidentemente no tenían el sentido de la generosidad que ostentaba el padre‑, cuando se enteraban de que el paquete, que con tanto mimo y sacrificio habían enviado a su hijito, se había repartido entre todos los alumnos del colegio, nunca más volvían a enviar viandas empaquetadas, para evitar el reparto. A nosotros, por tanto, no nos quedaba más remedio que continuar saboreando, con resignación, los garbanzos y las lentejas de cada día.
A los ocho años hice mi Primera Comunión. El padre Lorenzo Lacave dedicó a mi instrucción el máximo afecto, cuidado y atención. Por las mañanas, iba a clase y pedía al profesor que me dejara salir. Durante media hora, al día, iba instruyéndome y poniendo los cimientos de mi formación cristiana. Recuerdo perfectamente, que, con ejemplos y palabras sencillas, empezó por explicarme la existencia de Dios y su presencia en nuestras vidas. Luego me habló del Cielo, de los ángeles, del amor y la bondad del Padre Eterno.
Celebramos mi Primera Comunión en la parroquia de Villanueva del Arzobispo. Era el día del Corpus Christi y, junto a otros chicos externos del Grupo Escolar, recibí a Jesús por vez primera. Al acto asistió mi madre, que me acompañó durante todo el día. Como no tenía traje adecuado para el acto, me procuraron uno prestado. Decía mi madre que era “de torero”. Yo estaba loco de contento. No lo manché de chocolate, aunque los profesores hacían bromas acerca del premio que ganaría el primero que lo manchara. Por la tarde, fuimos a visitar a doña Carmen Benavides,por cuya mediación ingresé en el centro. Ya estaba muy mayor y delicada.
El padre Lacave dirigía también los Ejercicios Espirituales. Durante los tres días que duraban estos, debíamos permanecer en absoluto silencio. En el jardín, bajo una gran morera u ocultos entre la espesa vegetación, meditábamos. A mí me gustaba mucho leer aquellas vidas de santos, que casi siempre acababan en la hoguera o atravesados por las flechas de los indígenas a quienes intentaban evangelizar. A mis siete u ocho años, yo creía que los salvajes actuaban así porque también tenían mucho miedo al infierno, a la muerte o a la eternidad; y, seguramente, acertaba.
A mi modo, pensaba en la tortura mental a que era sometido el jefe de la tribu. En primer lugar, debía sentirse acosado cuando le hablaban de que, si no modificaba su plan de vida, le esperaba un infierno del que nunca lograría salir por muchos años y años que pasaran. A consecuencia de lo cual, al principio sufriría un bloqueo mental; luego, una depresión; a continuación, repetidas pesadillas; y, finalmente, un cabreo en arte mayor. La solución para aquellas mentes, no demasiado acostumbradas a profundizar en materia de Teología profunda, no podía ser otra más que (seguramente, por la noche en el más absoluto de los sigilos) llamar a su “guardia pretoriana” y, a la mayor brevedad, poner fin a la pesadilla, procediendo al “asado” del misionero en plaza pública, como aviso a futuros navegantes y escarmiento general.

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