Las perlas perdidas

03-10-2009.
Introduje, con sigilo, la llave en la cerradura de la puerta. Con cuidado, sin apenas hacer ruido entré en la casa. Todo estaba en penumbra. Seguramente, el abuelo seguía dormido. Yo había salido muy temprano a dar un largo paseo por la “Vía verde del aceite”.

Abrí la puerta del salón y, a tientas, busqué el interruptor de la lámpara. Hacía tiempo que no venía a la casa y, sin darme cuenta, toqué un interruptor que antes no estaba. ¿Qué extraño? ¡Se ha encendido una lámpara nueva! Entré en el salón, giré la cabeza y lo vi. Aquella lámpara dorada iluminaba directamente el retrato de mi madre. Todo el salón estaba en penumbra. Nunca, desde que mi padre lo había pintado tras su muerte, me había llamado tanto la atención. Siempre lo había visto rodeado de otros cuadros: aquella cesta de uvas recién cogidas, ese reloj disimulado en su paleta de pintor, el escudo heráldico de los Biedma, el retrato pintado por el sobrino Salvador, habían distraído mi atención. Pero aquella mañana, en la oscuridad rota por la luz directa de la lámpara dorada, descubrí el retrato.
La luz dejaba ver el fondo de matices verdes y azulados y, recortada, aparecía su figura. Traslucía bondad en su mirada, seriedad en su rostro, alegría en los bucles de su pelo recién peinado. Alguna que otra sombra en sus sienes descubría sufrimientos pasados. Sus ojos, vivos, se movían entre sus perfiladas cejas y las señales de cansancio que los rodeaban.
Me fijé en su vestido. Era como una continuación de los tonos verdes y azules del fondo del cuadro. Fije mi mirada en el retrato durante bastante rato. Parecía como si ella quisiera decirme algo. Me senté tranquilamente, sin hacer ruido. Era todavía temprano y no quería despertar todavía al abuelo.
Fue un momento tenso. Nada me distraía. Estaba absorto. ¡De pronto, algo en lo que nunca me había fijado antes, llamó poderosamente mi atención! Era el collar de perlas que colgaba de su cuello. ¡Qué extraño! ¿Cómo no me había dado cuenta? Era un precioso collar. Resaltaba su blancura sobre los tonos azules difuminados de su vestido; pero descubrí que le faltaban algunas perlas. Me acerque lentamente. Miré una y otra vez el cuadro, iluminado por la lámpara dorada, buscando las perlas perdidas.
Extrañado, pensativo, salí del salón sin hacer ruido. Apagué la luz. Abrí la puerta y volví a salir de la casa. Mi padre seguía dormido.
Es posible que sólo él supiera dónde estaban aquellas perlas perdidas.
En Jaén, a 11 de julio de 2008.

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