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A Salvador López-Becerra.
Un sorbete templado, con canela,
moras secas y flores de granado
nos ofreció Ibrahim
en su tienda de especias:
un templo consagrado a los aromas
y al silencio ‑oratorio
de suras y espejismos‑.
Ocupaba un espacio abigarrado
con nombres familiares
y olvidos venerables.
Derrochaba silencio,
y un éxtasis derviche
envolvía su frente,
su mirada anatolia
y sus manos esmirnas.
Un ligero temblor,
y el aire almacenado
y todas las especias
avivaban su aroma.
Parecía un sufí
embalsamado en vida.
Leyó mi pensamiento,
y me entregó dos flores del Corán
o lágrimas de arena.
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