Paracaidista en Cristo Rey, y 5

12-02-2009.
Comenzadas las vacaciones, en Moral como siempre, muy bien. A los pocos días recibió una llamada del Rector para programar “disciplinarmente” el curso venidero. Y para acudir con él a Deusto a unas reuniones sobre Educación. Acudió. Y antes de exponerle su futuro, le puso sobre la mesa la Prefectura de mayores… No le tentaba. Y a su vez, él le expuso su plan concertado con el Provincial…

—Hombre, Burguillos, ¿cómo me haces esto? Cuando más te necesito…
Llamó a Sanjuán, que era el Ministro y buen amigo de Burguillos. Y ambos lucharon por hacerle creer el salvador de la fea situación que se cernía. Hablaron con el Provincial… Los tres acudieron a Deusto. Fue una tensión de tres días seguidos que le impidieron aprovecharse de las enseñanzas pedagógicas…
Fue duro ceder. Pero más duro fue para Burguillos aguantar la guerra y desaires de algunos jesuitas jóvenes y de los maestrillos. Dejaron de hablarle. Tesonero y acerbo estuvo precisamente el que le habían asignado como “machacante”. El pobre muchacho, sin más fianza que su juventud y sobrestima, se sintió suplantado.
Terminó el curso. La convivencia de la Comunidad, nunca compacta, se deterioró escandalosamente. A Burguillos, que no tomó partido, le desorientó.
El Provincial ‑era de prever‑ estuvo salomónico. Fuera el Rector y fuera los sociales “más airados”. A Burguillos le confirmó en la Prefectura y le dejó de par en par las puertas de Roma. Y muy cordial le consoló y animó sobre el vacío y estragamiento a que le tenían sometido algunos de sus reverendos.
Y llegó el nuevo Rector… Un vallisoletano muy entreverado de gallego. Era grande. Más que robusto, de remos inferiores era gordo. Este grosor de piernas le imprimía cierto lastre en su actividad. Su andar, por la misma razón, lento y desgarbado. Sonriente y bien parecido. Inseguro y fácil de irritar. Ni la iniciativa ni la palabra eran dotes en su haber. Aun así era buen conversador. Siempre dispuesto a hacer una sobremesa… Pío, honesto y escrupuloso a veces. Salvo en temas de salarios… Punto era ese que, al estar clasificado como de la Mayor Gloria de Dios, era intocable. Único criterio en el que siempre Burguillos encontró unánimes a todos los superiores…
Con su tira y afloja, supo administrar el cargo. Celosillo, comprensivo y afectivamente vulnerable. Al pobre hombre mucho le tocó cerrar los ojos y abrir las fauces. Que ya algunos de los suyos se iban a la empinada, como potros sin castrar. Por entonces llegó Burguillos a ver con desánimo lo fisurada que estaba la Compañía. Muchos sospechaban que había altas disposiciones curiales para no ver ni la paja ni la viga. Sin duda, para aminorar la diáspora, que tenía mucho de hemorragia.
Con el Rector José María Taboada se incorporó un grupo de jóvenes jesuitas. Un equipo suficiente para remover y trasformar Cristo Rey. Y a ello venían dispuestos.
Se habló, con fundamento, de ruptura interior y división en la Orden. Los de la Vera Compañía y los otros.
Los de la Vera, observantes y devotos, defendían a ultranza el cumplimiento esmerado de la normativa clásica. Los jóvenes, tal los que llegaron ‑nueva savia‑ respiraban otros aires… otros modos y actitudes. Ligeros como los hijos del mar llegaron. De todo, de sotana, salterio, latines… A cambio, cargados venían de carismas e ideas renovadoras. Se dieron buena prisa en aliviar también a los estudiantes de rezos, misas y otros sacramentos. Valladolid, “La Nuit”, les imantaba…
Burguillos, siempre acomplejado de retaguardias, les observaba receptivo. Y se empeñaba en dar con sus pedagogías vanguardistas. Llegó a captar la preocupación que más les roía. Más que pedagogías clásicas o modernas, confusos afanes políticos animaban su arribada. El cambio de estructuras en la Orden les exaltaba. Nunca supo Burguillos en qué consistían las nuevas. Sí llegó a saber quiénes se postulaban para jefes. Alguno mejor preparado, en catando el panorama, se evadió a quehaceres más serios.
Corría ya 1970 y Burguillos no lograba saber dónde andaban teológicamente, si en la clásica mística cristiana o en la teología de la liberación. O luchando por compaginarlas indisolubles. Sí comprobó que el fútbol era el leitmotiv en la clara partitura educativa de Cristo Rey. El curso no fue pacífico. Ni grata la convivencia.
A Burguillos, solapadamente y con gran torpeza, el más picotero y pretencioso le montó una huelga entre los chicos. ¿Fines? Copar la prefectura de los mayores.
Realmente, que un seglar pueblerino y cuarentón desempeñase ese cometido, para ellos, que traían cantado el triunfo, comportaba desdoro. Que dispuestos llegaban a merendarse Cristo Rey y a beberse el Pisuerga.
Medroso, el Rector pasteleó y presionó a Burguillos para que levantase a cierto chico la sanción. Dos días a su casa. Y Burguillos, que estaba harto de aquel regimiento sin rumbo, mantuvo el pulso al Rector, a los intrigantes y a los chicos.
Consiguió evidenciar el montaje y la huelga se disolvió como terrón de azúcar en un vaso de leche. Salvo los chicos, nadie le dio excusas. Asqueado de zancadillas benditas, pensaba Burguillos si sus futuros superiores serían también así… E inició un romance con Lilí.
Lilí era rubia, delgadita, distinguida y muy lista. Más joven que él. Pero más, mucho más vivida en amores y desamores. Paseaban. Se contaban cosas. Se citaban. Y se regalaban perros de raza.
En los comienzos del curso 1969-70, hubo algo que a Burguillos, a sus cuarenta y seis años, le hundió y dejó desamparado como si fuera un niño. Diagnóstico fatal: epitelioma en labio inferior. Cáncer de fumador que, en unos meses, borró parte de la faz a su pobre padre. Tenía ochenta y ocho años. Pero de morir un padre nunca es tiempo. No le enseñó latines a Burguillos. Le enseñó a amar el campo, a la Naturaleza. A amar la vida con ilusión y ardor. Fue el manantial arcaico de su afán por la obra bien hecha. Era parte de su vida y sustancia de su ser. Y de lo que él se llevó, nadie le ha podido devolver nada a Burguillos. Fue un lujo en su vida vulgar.
A esta pérdida se le sumaba la soledad de su madre. Animosa y seca como una raíz, era su último consuelo y refugio.
De vuelta a Cristo Rey, Burguillos comprobaba que la educación en aquella masa no era viable; que no pasaba de ser un recurso justificativo. Y que a nadie le inquietaba el gregarismo despersonalizador en que se embrutecían aquellas oleadas de adolescentes.
Los jesuitas de la nueva ola, espuma y descontento aducían. Su objetivo, el cambio, la suplantación. Su única pedagogía, el balón.
Y Burguillos, viendo que en aquel corral se escuchaba con más atención el quiquiriquí de cualquier entrenador de rugby que el criterio de un pedagogo, se resolvió a dar de mano a Cristo Rey. Se recluiría en el pueblo junto a su madre. Y prepararía en serio alguna oposición, que ya trotaba la cuarentena y nada seguro tenía, salvo su escuela en Jaén.

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