Un curilla inquieto e ingenioso

06-02-2009.
La vida no es la que uno vivió,
sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla.

Gabriel García Márquez.
Los domingos por la tarde, al regresar de nuestro paseo por la ciudad, nos dirigíamos al salón de actos, junto a la zona de talleres, para asistir a la sesión de cine semanal.

Como seguíamos con gran interés la marcha de los equipos del Campeonato Nacional de la Liga de fútbol, resultados, clasificaciones, etc., algún curilla joven debió pensar que unos muchachos tan inteligentes ‑modestia aparte‑ y con tantos conocimientos futbolísticos como nosotros, podrían pronosticar con extraordinaria precisión los resultados de las quinielas del Patronato de Apuestas Mutuas Deportivas Benéficas que casi nadie era capaz de acertar en España.
El único problema era el precio de las mismas, inalcanzable para nuestras escasas economías; pero aquellos jóvenes jesuitas, auténticos portentos imaginativos, no se achicaban ante la dificultad. La solución más eficaz fue bajar considerablemente los precios de las apuestas, para hacerlas asequibles a nuestro bolsillos.
El Rector lo anunció solemnemente. Los alumnos del colegio, de cualquier edad y condición, podrían jugar a aquellas quinielas, a bajo precio, patrocinadas por el centro. El escrutinio se llevaría a cabo la tarde del domingo, antes de empezar la proyección de la película y, seguidamente, se entregarían los premios a los acertantes. Otra mejora, respecto de los boletos oficiales, era que los premios nunca quedarían desiertos. Es decir: si, con una quiniela oficial de nueve aciertos, era casi seguro que no cobrabas, en el colegio, con nueve resultados, al haber menos cantidad de apostantes, podías ser el máximo acertante y llevarte el premio. Y, además, en las quinielas oficiales sólo se repartía el sesenta por ciento de la recaudación y el resto eran impuestos para el Estado; en cambio, el colegio repartía el ochenta y cinco por ciento y el quince restante lo destinaba a atender las múltiples e ineludibles necesidades.
Enviada por Francisco Sanz Blanco el 15-04-07.
En el taller de artes gráficas se consumó la temeridad. Se imprimieron unos boletos idénticos en contenido a los oficiales, pero con el escudo de las Escuelas, para que nadie se pudiera confundir. Los equipos participantes eran los mismos y estaban situados en idéntico orden de los que aparecían en las quinielas del Estado. A partir de entonces, las tardes del domingo adquirieron para nosotros un interés especial. Durante el paseo por la ciudad, además de estar pendientes de sonreír con expresión bovina a las chicas que pasaban por nuestro lado, vivíamos atentos a los resultados futbolísticos, especialmente del Córdoba y del Jaén, pues eran los equipos que, una semana tras otra, destrozaban la mayoría de las quinielas.
Al principio, todo funcionó perfectamente, porque nadie acertaba catorce resultados y con nueve o diez se cobraban hasta cien pesetas, que en aquel tiempo eran una fortuna. Al Rector se le veía muy contento, porque la comunidad dedicaba el quince por ciento de la recaudación a echar quinielas de verdad, a la espera de que un día San Francisco Javier se cansara de colmarnos de bienes espirituales ‑que ya teníamos para exportar‑ y se descolgara con un milagro en efectivo para tapar los inevitables agujeros.
El milagro no llegó; pero los problemas empezaron cuando, a las cuatro o cinco semanas de ponerse el plan en funcionamiento, los alumnos de Formación Profesional, domingo tras domingo, acertaban trece y catorce resultados. El padre Rector, al percatarse de la gravedad del asunto, delegó las funciones del negocio en el imaginativo curilla responsable de aquel atentado al sentido común. Antes del cine, cuando se anunciaba el nombre del acertante, todo el mundo aplaudía a rabiar, menos el agraciado, que, de haber echado una quiniela como Dios manda, hubiera ganado trescientas mil pesetas o más, en vez de las ciento veinte que el cura le entregaba.
Las críticas y los comentarios fueron en aumento hasta que alguien informó al padre Rector de la cadena de artículos del Código Civil que se estaban vulnerando, como promover el juego en menores de edad, que era un delito grave. En consecuencia, de la noche a la mañana, se suprimieron las quinielas del domingo, nuestros educadores dejaron de despertar en nosotros la pasión por el juego y al curilla imaginativo le cayó una bronca de Padre y muy Rector mío. Ante tan doloroso trance, el joven religioso optó por la oración, el sacrificio y la vida contemplativa; pero cuando el domingo por la tarde, antes de la sesión de cine, recordaba la incomprensión y el desprestigio de que fue objeto, tapándose la boca con la mano murmuraba entre dientes: «¡Qué asco de país! ¡Cómo debió sufrir Isaac Peral!».
Barcelona, 3 de febrero de 2009.
 

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