San Lorenzo: la plaza, la iglesia y la yedra

25-10-2008.
Querido amigo Loren:
Hasta esta Atalaya llega con toda nitidez la imagen de la plaza de San Lorenzo. La plaza donde nacimos y nos criamos, mi viejo amigo, tan querida y entrañable que dejó marcados rasgos característicos en nuestra personalidad. Quizá más en la tuya, aún si cabe, pues no en vano llevas con un indisimulado orgullo su nombre, mi dilecto amigo Lorenzo.

Justo es destacar también entre sus moradores a Antonio Muñoz Molina, “lorenzano” de pro, ilustre y universal; en sus novelas vemos con qué cariño se refiere a su plaza de San Lorenzo. Una plaza a la que nosotros siempre la llamábamos “plazuela” y cuyo verdadero sabor se lo daba, al igual que hoy, la monumentalidad de la Casa de las Torres y la iglesia de San Lorenzo. Sus piedras centenarias han sido testigos mudos del transcurrir de los años de cuando éramos niños y zangalitrones; espectadoras silentes de juegos, alegrías y desconsuelos en aquellos años de posguerra del Cara al sol y cartillas de racionamiento.
Nuestro amor por ella está fuera de toda duda, mi buen Loren; por ello vi con profundo dolor cómo te sumabas, con toda tu buena fe, a aquel “montaje” de manifestación en contra de las obras de remodelación de la Plaza, que han afectado al pavimento y al alumbrado. Ya era hora, pues gracias a la reforma ha quedado de lujo. Recordarás aquel suelo de tierra de nuestros tiempos, a veces intransitable, que acusaba el paso de cientos de cabezas de ganado con sus correspondientes excrementos, para abrevar al pilar de la Puerta “Graná”. Algún arreglo se le hizo después, pero pobre y en precario.
Aún hoy no entiendo muy bien qué perseguíais en aquella manifestación, Loren, chache, a la que por cierto me invitaste pero no quise ir porque aquello “no tenía buena pinta” y voy a tratar de decirte por qué. La manifestación se montó sólo y exclusivamente por oposición a unas obras, las que una vez terminadas han resultado ser una acertadísima intervención urbanística. Si la manifestación hubiera perseguido el bien de la plaza, o si se hubiera buscado la conservación de su sabor monumental; o en definitiva, se hubiera buscando el interés general de ese entrañable enclave, lo primero y más urgente ‑urgentísimo, diría yo‑ hubiera sido denunciar el lamentable estado de la iglesia de San Lorenzo, prácticamente en ruinas debido a la espesa capa vegetal de enormes proporciones que la cubre, producida por la yedra.
Posiblemente estemos ante un caso insólito, paradigma de la dejadez, del abandono, de la desidia, de la ignorancia y de una gran falta de sensibilidad por parte “de quien corresponda”. No falta quien quiere ver en la yedra de la iglesia cierto tipismo, algo de tradición, e incluso alguna (extraña) belleza. Nada más lejos de la realidad, ya que hace cincuenta años no existía yedra alguna, por lo que el tipismo y la tradición no tienen ningún fundamento. En cuanto a esa supuesta belleza…; puede ser, tomemos entonces el caso como ejemplo y traslademos ese invento de belleza a otros monumentos; para empezar, cubramos las fachadas de El Salvador y el Ayuntamiento con ese “precioso” manto de yedra.
Pero dejémonos de divagaciones y volvamos a la cruda realidad; y es que la iglesia de San Lorenzo debe lucir sus piedras centenarias como lo ha hecho durante siglos; eso, si no se cae antes de que se ponga remedio. Quizá no exista precedente alguno en el mundo del arte o la arquitectura y se trate de un caso excepcional, pues excepcional debe ser la medida que tomar.
Estamos ante un importante reto, ante un desafío para recuperar un preciado monumento de una ciudad Patrimonio de la Humanidad. Bien valdría la pena la creación de un movimiento ciudadano que exigiera e involucrara a la Administración en sus diferentes estratos: Ayuntamiento, Diputación, Junta de Andalucía, Gobierno Central e incluso a la misma UNESCO, para una actuación urgente.
Por todo esto, mi caro y dilecto amigo Loren, a mí me pareció algo más que una anécdota y algo más que una broma, lo de la manifestación en contra de las obras. Me pareció todo un atentado al buen gusto; un decrépito espectáculo en toda regla, curioso además, con cantante incluido y todo: el insuperable Joaquín Sabina. Allí estuvo en loor de multitudes, “embriagado” con el delirio de su éxito. ¡Chapó, Sabina!; el que más, el único, el mejor cantautor… Aunque un pésimo político. Ubetense que ejerce de tal, allí estuvo para sumarse al “número”. Habría que preguntarle a Sabina si llegar a San Lorenzo supo, o si lo llevaron, ya que antes nunca jamás, ni a jugar ni a cantar, lo vimos por aquí abajo en San Lorenzo. Claro, los niños pijos de los Salesianos jugaban por el centro.

 

 

 

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