18-05-2008.
Unas prolongadas vacaciones, como las que acabamos de concluir (casi siempre bien merecidas), son bastante gratificantes. Suele ocurrir que se acostumbra uno al ocio, a desarrollar una actividad distinta a la que nos ocupa el resto del año y la vuelta a la ocupación habitual origina las reacciones más diversas.
A veces, incluso, el contacto con la realidad que nos era cotidiana nos parece una irrealidad, un sueño. Este es mi caso. El mismo día uno de septiembre, cuando ya empiezas a ver las calles, las caras y los periódicos de siempre, al hojear el Úbeda información, no salía de mi asombro al leer la columna de nuestro colaborador Javier Aroca, titulada “La fe, también en crisis”. ¿Real… irreal? Sí, era una realidad lo que estaba leyendo; me cercioré, después de manosear el periódico y tocarme los ojos y la cara. Porque afirmar que «la fe está en crisis», cuando hay alguien que tiene “crisis de fe”, es tanto como confundir el contenido con el continente o la nave con los navegantes; o dicho en un castellano más castizo: es tanto como confundir el culo con las témporas. Quizá un símil económico (por el apego que tenemos al dinero) nos deje más clara la cuestión: no podemos afirmar que «el dinero está en crisis» cuando no tenemos dinero, o tenemos poco, ya que realmente lo que ocurre es que «tenemos crisis de dinero, o crisis económica». El dinero nunca está en crisis, esté donde esté, lo tenga quien lo tenga. El oro de ley nunca está en crisis, aunque esté en el fondo del mar; la crisis la tiene quien carece de él o lo pierde. La fe no está en crisis: somos nosotros quienes tenemos crisis de fe.
El artículo de Javier Aroca se refiere a la supuesta pérdida de la fe de la madre Teresa de Calcuta en los últimos días de su vida, según una biografía que aparecerá próximamente. Sin duda que esta pequeña santa en lo físico pero grande en el alma, en proceso de canonización, habrá tenido sus crisis de fe como cualquier creyente y como cualquier santo. Siendo en estos las crisis especialmente severas, baste recordar a san Agustín, san Ignacio de Loyola o santa Teresa de Jesús. Decir que Teresa de Calcuta «perdió la fe en los últimos días de su vida» es decir mucho de lo que no se sabe, porque no sabemos qué pensaría nuestra santa en esos últimos momentos de la vida en los que ya no puedes hablar ni escribir nada. Decir que esa pérdida de fe supone «un golpe duro en la línea de flotación de los creyentes» es una manifestación gratuita propia de una persona que no vive la fe, como el señor Aroca, ya que todos los creyentes conocen y viven crisis de fe. Crisis, incluso, que algunos no superan; pero eso no quiere decir que la fe no esté siempre disponible para cogernos a ella como a una nave segura que no zozobra, que nos conduce a buen puerto, y a la que «los disparos a su línea de flotación» le resbalan. Nos podemos coger a esa nave con más o menos fuerza, con las dos manos, con dos dedos, con alfileres; o, simplemente, pasar de ella y no cogernos, según nuestra santa y respetable libertad. Hay gente que se aferra a la fe y no la suelta a pesar de todas las contrariedades materiales que la vida le da, porque la fe es una convicción del alma, es una creencia.
También se dice que «la religión condena al atraso a millones de personas y a atavismos incompatibles con el mínimo desarrollo humano y respeto a la condición de hijos de Dios». ¿Qué religión? En cualquier caso, con esas afirmaciones se pone al descubierto un importante olvido de la historia y de la evolución de toda la cultura de Occidente basada en el Cristianismo. Son afirmaciones‑acusaciones algo parecidas a las que debieron llegar hace dos mil años, y en otros tiempos más recientes, cuando se tomaban soluciones expeditivas para corregir estas “desviaciones” religiosas: la crucifixión, la entrega a los leones, los más refinados suplicios y martirios, o el paseíllo y el tiro en la nuca. Por cierto, siempre se obtuvo el efecto contrario de lo que perseguían los “corregidores”.